El silencio que siguió a la batalla no era paz.
Era un eco suspendido. Una pausa entre las notas de una tragedia que aún no terminaba.
Zeffir y Calden, jadeando, con sus armas vibrando aún con los residuos del combate, se acercaron lentamente al cuerpo inerte de Rina. No dijeron nada. No hacía falta. La criatura que fue nuestra compañera había dejado de moverse. Su theremin cayó al suelo con un lamento final, como un último suspiro de lo que una vez fue humano.
Yo no podía ver nada de eso.
Porque estaba de rodillas junto a Vereth.
Mi Arcante.
Mi superiora.
Mi...
—No —murmuré, sin aire, apretando su mano aún cálida.
El golpe la había destrozado. Había sangre en su boca. Sus labios se movían débilmente, pero no emitían sonido. El supresor en su oído izquierdo estaba hecho pedazos, solo quedaba el armazón colgando, con hilos quemados y chispas moribundas. Su pecho subía y bajaba con irregularidad. Y su frecuencia... Dios, su frecuencia ya no era la suya.
La enfermedad sonática se filtraba. Lentamente. Silenciosamente. Como una melodía que nadie pidió escuchar.
—¡Elric! —La voz de Etan sonó en mi Supresor personal, áspera, desesperada—. ¿La Arcante... está infectada?
No respondí. No podía.