No sé cuántos éramos cuando comenzó esto. Pero ya no quedamos los mismos.
El aire en la calle se rompía como cristal a cada paso. La atmósfera estaba cargada de una disonancia cruda, como si el mundo estuviera siendo afinado en la nota equivocada. Cada esquina emitía un sonido diferente, y los propios edificios vibraban como cuerdas a punto de romperse.
Los oyentes no paraban. No corrían. Solo avanzaban, como una marea armónica que lo arrastraba todo. Y nosotros éramos un error en su partitura.
“¡Derecha!” gritó Elène. “¡Cubierta lateral rota! ¡Vamos por ahí!” respondió Calden.
Yo no dejaba de mirar la entrada: un acceso medio oculto bajo los cimientos de la torre Eiffel. Nuestro objetivo. La memoria del KAIROS.
Tenía a Vereth aún en la espalda. Su peso ya no me dolía. Era parte de mí. Parte del porqué aún seguía respirando.
Y entonces escuché los pasos. No los nuestros. Los de él.
Zeffir caminó al frente. Sin decir nada. Solo... se colocó en el centro de la calle. Con su instrumento al hombro. Y su sonrisa torcida.
“¿Zeffir... qué haces?” pregunté, ya con el pulso helado. “Calden. Elène. ¡Rodeen, rápido! ¡Vamos a entrar ahora!” “¡Zeffir!” gritó Elène, frenando. “No me jodas. No.”
Él levantó su instrumento.
Y habló.