El comité parecía un mausoleo.
Nadie se atrevía a hablar primero. Ni siquiera Volker, con su lengua afilada. Ni siquiera Etan, con sus palabras siempre más rápidas que sus pensamientos. Solo los sonidos de nuestra respiración, del aire climatizado filtrándose por las rendijas. Y la tensión que crujía entre los huesos como una cuerda demasiado tensada.
El Director estaba muerto.
Lo dijimos en voz baja, como si al nombrarlo de verdad se fuera a romper el mundo. Y quizás ya estaba roto desde antes.
—Si eso era verdad… —musitó Elène—. Si lo del mensaje era cierto…
—Lo es —interrumpió Etan, ajustando la pantalla del panel con una brusquedad nerviosa—. Lo cotejé con los registros internos del sistema. Esa voz era de mi asistente. No hay error.
Zeffir golpeó la pared con un puño seco, sin decir nada. Rina miraba el suelo con ojos vacíos, como si hiciera ecuaciones imposibles en su cabeza. Vereth tenía los labios apretados, blanca. Calden, como siempre, era una estatua. Inquebrantable... hasta que algo lo quebrara.
Volker respiró profundo. Caminó hacia la ventana, con la sombra del atardecer artificial cubriéndole medio rostro.
—Entonces estamos de nuevo donde empezó todo. En silencio, mirando una tormenta que aún no tiene forma. Y preguntándonos... ¿Qué se hace cuando el infierno llama a la puerta?
Y justo entonces...
Todo se apagó.
No fue un chispazo. No fue una caída parcial. Fue absoluto.
Oscuridad.