Las puertas del hangar se abrieron como si nos recibieran con pena. Y no las culpo.
La carretera quedó atrás, llena de humo, sangre seca y sonidos que no deberían existir. Habíamos sobrevivido a la primera sinfonía del infierno. Pero sabíamos —todos lo sabíamos— que no era la última.
Entramos a la región de contención con el convoy cubierto de abolladuras, marcas de frecuencia quemadas en la carrocería, y más de uno con la mirada fija en el vacío.
Había civiles por todos lados, corriendo, llorando, arrastrando lo poco que podían cargar. Compositores de rango medio organizaban el embarque al ecorriel de evacuación. Algunos discutían. Otros simplemente miraban el cielo artificial, temblando.
Y ahí estábamos nosotros. Como si fuésemos algo más que personas.
La Orquesta de París.
Volker fue el primero en hablar. Apenas bajó de su vehículo, revisó el entorno con los ojos de alguien que siempre necesitó tener el control. Lo perdió hace horas, y aún no lo aceptaba.
—Estamos a salvo. Por ahora. —murmuró, más para sí que para los demás—. Debemos organizar un perímetro y asegurar que el ecorriel salga a tiempo.
Elène fue quien rompió el silencio.
—¿Y los demás? ¿Las otras Noctaras? ¿Berlín?
—Operativas. Por ahora. —respondió Etan, que parecía haber vuelto de un trance de kilómetros—. El sistema de comunicaciones secundario está funcionando. KAIROS... no lo está.
Nos quedamos en silencio.
Etan se adelantó, con las manos temblando, las ojeras pesadas, pero con la misma obsesión de siempre brillando en sus pupilas.
—Escuchen… KAIROS no es una máquina común. No es solo una IA. Es una estructura viva. Una arquitectura de decisiones. Una síntesis de conocimiento sonático y predicción resonante que nos costó décadas construir. Sin él, no hay Noctaras. No hay clima artificial. No hay protección, no hay contención, no hay esperanza.