Todo sonaba mal. Y sin embargo, todo estaba en silencio.
No el silencio que calma. El otro. El que pesa.
Caminábamos entre escombros como si nuestros cuerpos ya no tuvieran peso, pero el alma… el alma no dejaba de hundirse.
A mis espaldas, Vereth respiraba apenas. Su calor seguía ahí, aferrado al mío como un recuerdo. Elène caminaba a mi lado con pasos pesados, cargando su instrumento… y la memoria de un hermano que se convirtió en muralla.
Y París… París era una tumba de acero y eco. El túnel auxiliar que KAIROS nos abrió parecía un útero olvidado bajo la ciudad, un canal de escape que nadie había pisado nunca. Fue su último acto. Una despedida sin palabras.
“Es de noche, ¿verdad?”, pregunté, sin querer realmente respuesta.
“Sí. Ya pasó la hora programada de atardecer. Pero... ya no hay cielo que lo pinte.”
Asentí, más para mí que para ella. Nos detuvimos en un pequeño desvío del túnel, donde los muros curvaban como si quisieran abrazarnos. O tragarnos.
Me senté con cuidado, aún cargando a Vereth. La apoyé contra mí, como quien cuida una lámpara al borde del viento. Elène se dejó caer junto a una de las paredes, mirando su instrumento… y luego a nosotros.
“Se ven bien juntos, ¿sabes?”, dijo de pronto.
Me atraganté con mi propio aire.