—”Le Ciel Mensonger”


El atardecer dentro de una Noctara tiene algo irreal. Es una puesta de sol programada, diseñada por una inteligencia artificial que, en teoría, nunca ha sentido la calidez de una.

Pero ahí estaba. Las nubes teñidas de rojo suave, los tonos anaranjados reflejándose en las ventanas espejadas de los edificios, y ese silencio... ese silencio que parecía demasiado perfecto para ser humano.

Horas habían pasado desde la discusión en la sala del Comité. Aún sentía la tensión residiendo en mi cuerpo como si me hubieran afinado con demasiada presión. Caminaba por uno de los corredores elevados del sector de descanso cuando me crucé con Calden y Elène.

—¿Ya soltaste el discurso de justicia por hoy o todavía te quedan frases heroicas, Elric? —dijo Elène con una sonrisa ladeada, ajustándose los lentes mientras veía un dibujo que le había enviado su hijo. Un dibujo tonto, pero que la contentó.

—Le quedan muchas. Lo conozco —respondió Calden, tomando asiento junto a ella—. Y siempre las suelta cuando menos se esperan.

—No fue un discurso. Solo dije lo que pensaba. —me senté con ellos, dejando que el calor residual del día programado se posara sobre mis hombros.

—Sabes que fue valiente, ¿no? —preguntó Elène con tono más suave—. Vereth necesitaba oír eso. Todos lo hicimos.

—A veces olvidas que eres el más joven de esta Orquesta —dijo Calden, dándome un pequeño empujón amistoso—. Pero cuando hablas así, pareces uno de los más viejos.

—Quizás es que todos estamos envejeciendo muy rápido —respondí. Y por un momento, los tres quedamos en silencio. No incómodo. Un silencio cálido. Familiar. Como si fuésemos hermanos que hubieran pasado por demasiadas guerras en muy poco tiempo.

Cuando la conversación se disipó en risas suaves y temas banales, me excusé y emprendí el camino a mi habitación. Pero algo en el aire me hizo mirar hacia la terraza del edificio. Allí, contra el telón rojo del cielo falso, estaba Vereth.

Sola.

Me acerqué con paso lento, sin saber si debía interrumpirla. Pero antes de que pudiera hablar, ella lo hizo.

—No es real… y aún así lo miro cada tarde como si fuera el primero.

Me coloqué a su lado, a una distancia prudente. La terraza estaba silenciosa, el cielo pintado a mano por algoritmos que querían imitar lo sublime.

—¿Te parece hermoso? —pregunté.