El silencio no me molesta.
Al contrario. Lo prefiero así. Es lo más honesto que ha salido de esta ciudad.
Mis pasos no hacen eco. No porque el suelo no lo permita… sino porque nadie se atreve a devolverme el sonido.
El aire pesa como plomo derretido. La atmósfera está contaminada, no por gases… sino por música muerta. Fragmentos de coros que nunca terminaron, arias despedazadas, lamentos sin nombre.
La máquina me guía. Omnipresente.
No habla. No explica. Simplemente me abre paso, una puerta tras otra, una placa tras otra, como si cada compuerta dijera:
“Por fin has vuelto.”
Los oyentes… no hacen nada.
Cientos. Quizá miles.
Anidan entre las ruinas, entre las torres dobladas, como notas caídas de una sinfonía que colapsó.
Me observan.