Otra vez los rostros.
No eran los de mi padre. Ni los gritos húmedos. Ni el marco de la puerta temblando en mi pecho.
No.
Esta vez eran figuras. Blancas. Cientos de ellas. Quietas. Inhumanamente quietas.
Vestidas como ángeles antiguos o espectros olvidados, se alzaban en un páramo sin suelo ni cielo, como si yo flotara entre notas sin partitura. Algunas llevaban instrumentos, otras tenían los brazos vacíos… como si hubieran olvidado su propósito.
Y una a una, comenzaban a desvanecerse. Primero como humo. Luego como polvo. Luego como recuerdo.
Hasta que quedó una sola.
Inmóvil.
Frente a mí.
Su espalda era como la de todos, pero el peso que llevaba… era distinto. Dolía.
La figura comenzó a girarse, lentamente, como arrastrada por un pensamiento que no le pertenecía. Y justo cuando sus ojos —o lo que fuese que tuviese en ese rostro sin rostro— iban a encontrar los míos...
Me desperté.
Jadeando.