El aire olía a concreto quemado y sonata rota.
Habíamos estado avanzando por casi tres horas, cruzando distritos que alguna vez fueron hogares, mercados, calles llenas de risas. Ahora eran corredores espectrales donde todo sonaba mal, como si la música del mundo estuviese... desafinada.
París, incluso en ruinas, seguía teniendo personalidad. Como si debajo del horror aún persistiera una partitura enterrada, esperando que alguien la afinara de nuevo.
—Ey, Magister. —Zeffir me empujó el hombro con su brazo—. ¿Sabes que pareces un niño perdido cuando te concentras tanto?
—¿Y tú sabes que pareces una olla a presión? —respondí sin pensarlo.
Él soltó una carcajada rasposa. Su forma de caminar siempre era demasiado ruidosa, como si no temiera alertar a medio infierno.
—Vereth, Calden, Elène… todos se desviven por ti. Hasta parece que tenemos a tres niñeros para un solo huérfano.
—Cállate, Zeff. —dije entre risas contenidas—. No eres mucho mejor. La mitad del tiempo Elène te da órdenes y tú ni chistas.
—Sí, bueno. Mamá Scarlatti da miedo. —Se detuvo un segundo, mirándome—. Y tú… tú no eres tan inútil como pareces. Aunque sí demasiado bueno. El mundo no perdona eso.
—Y sin embargo aquí estamos —le dije—, intentando salvarlo.
El canal de los Supresores crepitó.
—Unidad Orquesta. —La voz de Volker, seca, quebrada por el eco de la transmisión—. No tomen la Rue Marot. Hay actividad acústica a menos de cien metros.
—Recibido. Tomaremos desvío por la 37ª. —respondió Vereth con voz firme.
—Etan aquí —añadió la otra línea, su voz más cansada—. Detectamos una firma... podría ser un superviviente. Posición aproximada: cruce de Saint-Julien y Lafayette.