—”Le Feu de l'Ordre”


París estaba ardiendo.

No como arden las ciudades en los libros de historia, no con fuego y bombas. Ardía en frecuencia. Una vibración tan antigua y antinatural que rompía las líneas entre arquitectura, carne y cordura.

Desde lo alto, la esfera seguía allí. Impasible. Observándonos con un ojo sin pupila. No se movía. Nos hacía mover.

A lo lejos, por las calles que antes conocíamos, los vimos.

Compositores. Compañeros. Aliados… deshechos de sí mismos. No caminaban. No corrían. Oscilaban. Como títeres jalados por cuerdas de resonancia negra. Sus ojos vacíos. Sus manos aún portando instrumentos.

Oyentes.

Pero no como los libros los describían. No eran masas deformes, ni espectros sin forma. Eran como nosotros. Con uniforme. Con insignias. Con Sonata.

La infección había aprendido a tocar.

Vereth fue la primera en moverse. Su voz firme cortó el caos como un compás imprevisto:

—¡Supresores ya! ¡Todos! ¡Filtros de canal cerrados! ¡Elène, conmigo! ¡Zeffir, resguarda el frente! ¡Calden, defensa trasera! ¡Elric, tú marcas ritmo!

Mis dedos temblaban al colocarme los filtros en los oídos. Todo mi cuerpo temblaba. Pero obedecí. El escudo sutil de nuestras tecnologías personales vibró sobre mis sienes y sentí cómo los decibelios mortales eran amortiguados, apenas lo justo para sobrevivir sin perder la conciencia.

—Tenemos que evacuar —Vereth murmuró, ya con su tono de comandante activado—. El Comité. Todos. Volker, Etan, sus asistentes. Nos vamos al hangar del sector D3. Berlín es la única opción.

Etan temblaba. Volker apretaba la mandíbula con furia, pero no decía nada. Sabía que la política había muerto hoy. Y los soldados mandaban.