El amanecer no debería doler.
Pero allí estábamos… ante la última puerta.
La compuerta este de París: colosal, oxidada por años de silencio, sellada por el protocolo muerto de KAIROS. Frente a ella, el viento helado traía un olor eléctrico, como si la frecuencia del mundo estuviera a punto de partirse.
Cargaba a Vereth con fuerza. No sabía si respiraba. A mi lado, Elène no decía nada. Solo miraba el cielo… como si quisiera que el sol saliera antes de tiempo.
“No va a abrir sola”, dijo al fin. Su voz era piedra.
Apoyó su contrabajo frente a la compuerta, extendiendo sus patas de soporte como si plantara un árbol. Con movimientos precisos, afinó cada cuerda… no para que cantaran, sino para que vibraran hasta romper la estructura.
Un zumbido grave, poderoso, comenzó a llenar el túnel. Las bisagras de la puerta crujieron. Muy lentamente, la compuerta reaccionaba.
Ella me miró. Me entregó una mirada entera. Sin llanto. Sin miedo.
“Anda. No mires atrás.”
Y entonces… corrió.
Corrió hacia los controles. Hacia su final.