No sé por qué me pusieron al frente.
Nunca me ha gustado sentarme al centro de la mesa, y menos en una como esta. Cada palabra rebota como si llevara peso. Cada respiración se siente medida. Ni siquiera el silencio es gratuito aquí: todo tiene su propia reverberación, su contexto, su eco.
La sala de conferencias del Comité de Defensa parece diseñada para recordarte que nunca estás solo, que siempre hay alguien escuchando… incluso si no habla.
A mi izquierda, Elène ajustaba sus lentes como quien afina una cuerda invisible, absorta en cálculos que solo ella entendía. Su rostro tenía esa calma casi maternal que hacía que uno olvidara por un instante que era una estratega letal cuando tenía que serlo.
A la derecha, Calden estaba de pie, como siempre. Nunca se sentaba. Siempre vigilante. Era como tener una muralla personal detrás de uno. En contraste, Rina Thassel jugueteaba con su dispositivo holográfico, trazando fórmulas en el aire con los dedos, como si leyera partituras que nadie más podía ver.
Y Zeffir... bueno, Zeffir ya estaba fastidiado antes de empezar. Se dejó caer en la silla con un resoplido, cruzando los brazos como si el protocolo fuera una ofensa personal.
Yo solo intentaba parecer que pertenecía.
La puerta se abrió con un zumbido leve —otra afinación más del Sistema KAIROS— y entró el señor Volker. Armand. El hombre era tan severo como su reputación. Traje gris, barba bien cortada, mirada de mármol. Sus asistentes, dos sombras con tabletas, lo flanqueaban como si fueran parte de su chaqueta. No saludó. Solo activó su panel con un gesto frío. El aire se volvió más denso.
Entonces, como un error de tono, el Dr. Etan Lysver irrumpió en la sala con el caos ordenado de quien vive para romper reglas. Traía una caja de resonancia improvisada, de esas que parecen inestables hasta que sueltan algo que cambia tu forma de escuchar. La colocó en el centro de la mesa. De ella emergió una proyección negra, como una esfera viva flotando entre ondas.
—Esto —dijo, sin preámbulo— no debería existir.