—”Le Dernier Mouvement”


El parabrisas era un muro de sonido partido.

Las calles de París se desfiguraban por las luces de emergencia, los chirridos de los neumáticos, las ondas de contención vibrando en las placas del convoy. Íbamos a toda velocidad, como si nos persiguiera la última nota del mundo.

Yo estaba en el asiento del copiloto, con los nudillos clavados en mis muslos, el instrumento asegurado en la espalda, y las manos listas por si tenía que aferrarme a algo… o a alguien.

El conductor —un compositor menor, joven, con más miedo que experiencia— hablaba atropelladamente.

—Desde el sector 4 empezó todo… KAIROS falló por completo, las rutas se saturaron, y después… los oyentes aparecieron. Pero estos… estos no son normales. ¡No son normales! —tragó saliva—. No sé qué son.

Miraba la carretera como si el asfalto pudiera derrumbarse en cualquier momento.

Detrás de nosotros, el Doctor Etan murmuraba sin parar, en voz baja, con la cabeza gacha como si rezara.

—No lo puedo dejar atrás… No… KAIROS sigue funcionando. Solo necesita estabilización. Solo necesita tiempo… no puedo dejarlo…

Uno de sus asistentes intentó calmarlo. Pero yo no podía mirar atrás. Tenía que ver el frente.

Y entonces la explosión.

Un fogonazo naranja por el espejo lateral.

La última camioneta —la más alejada, la más lenta, la más vulnerable— se desvió. Escuchamos un chillido metálico, como un alarido distorsionado. Luego, el estruendo. Vidrio, fuego, y un rugido sónico.

—¡Tenían a un infectado adentro! —gritó alguien desde el comunicador—. ¡Se metió con ellos! ¡Repito, tenemos una brecha interna!

La camioneta explotó como si la hubiesen arrancado de la realidad misma.