El peso en mi espalda ya no era solo Vereth. Era la suma de todo lo que habíamos perdido. De todo lo que quedaba por perder.
Habían pasado horas, días, siglos —o así lo sentía mi cuerpo— desde que comenzamos este descenso al infierno. El calor del instrumento sobre mi pecho era constante. Vibraba con cada latido, con cada paso. Estaba drenado. Cada sintonía que lanzaba para mantener a Vereth aferrada al mundo era una cuerda menos en mi alma.
Pero seguía. No porque pudiera. Sino porque tenía que hacerlo.
“Están cerca,” dijo Volker en el Supresor. “Sus señales son cada vez más limpias. Cuidado. Ya no hay ecos residuales.” “Lo sabemos,” respondió Elène, su voz más grave de lo normal. “París... ha dejado de cantar.”
Y entonces la vimos. La Torre Eiffel.
O lo que quedaba de ella.
Elevándose sobre el caos, como una nota suspendida en el tiempo. Negra, retorcida por la oxidación y la distorsión acústica. Pero aún imponente. El símbolo de un mundo que alguna vez creyó que podía tocar el cielo con hierro.
“¿Dónde está la entrada?” preguntó Zeffir. “Según la señal, en la base. Cámara de mantenimiento subterránea.” “Entonces acabemos con esto.”
Nos acercamos. Y algo en el aire cambió.
Ya no era disonancia. Era... espera.
Todo estaba quieto. Demasiado.
Ni un solo oyente. Ni un solo eco. Pero la torre... vibraba. No con sonido, sino con una resonancia muda, como si un acorde imposible estuviese siendo sostenido desde adentro.