Las paredes del Comité de Defensa nunca habían parecido tan frías.
Habían pasado horas desde la reunión. Afuera, el toque de queda dictado por el Comité Administrativo era apenas una nota sin eco. La gente seguía en las calles, armada con pancartas, gritos y desesperación. Exigían respuestas. Pero las respuestas se quedaban aquí dentro, atrapadas entre puertas selladas, protocolos cruzados y la incómoda respiración compartida entre nosotros.
Zeffir caminaba de un lado al otro de la sala. Calden, con los brazos cruzados, permanecía junto a Elène, que miraba el techo como si buscara algún resquicio de sentido. Rina observaba una pantalla apagada, sin parpadear. Vereth estaba sentada al borde de la mesa, con los codos apoyados sobre las rodillas, la cabeza baja. Etan jugueteaba con su comunicador sin siquiera mirarnos. Y Volker… Volker estaba de pie, con los brazos tras la espalda, clavando su mirada en el suelo como si cada baldosa le debiera una explicación.
Nadie hablaba.
—Es curioso… —dijo Volker de pronto, su voz rasgada—. Nos enfrentamos al fin del mundo hace décadas. Pensé que, si sobrevivíamos, lo peor habría pasado. Pero mírennos. Seguimos aquí… esperando que alguien más nos diga si moriremos mañana.
Zeffir bufó.
—¿Qué pasa, administrador? ¿No puede dormir tranquilo sin tener algo que firmar?
—¿Y tú sí, rebelde de juguete?
—¡Basta! —Vereth alzó la voz, pero no con enojo. Con cansancio—. Esto no sirve de nada.
Volker no contestó. Zeffir tampoco. El silencio regresó como una marea, arrastrando nuestra paciencia.
Hasta que algo pitó.
Fue el panel central. El sonido fue tan leve, tan agudo y repentino, que todos nos pusimos de pie casi al mismo tiempo.
Etan se acercó de inmediato. Sus manos temblaban al deslizar los comandos. Parpadeó varias veces. Yo lo vi. Vi cómo la incredulidad dibujaba una arruga nueva en su frente.
—¿Qué pasa? —preguntó Rina.
Etan tragó saliva.