Y la música cesó.
Quince años antes del Silencio de Roma, hubo otro. Uno más brutal. Menos conceptual. El silencio que sigue a una carnicería.
París ya no era una ciudad. Era una tumba a cielo abierto, un lienzo de destrucción absoluta pintado con los colores del fuego y la ceniza. Los grandes bulevares, que una vez resonaron con el eco de revoluciones y romances, eran ahora cañones de escombros y metal retorcido. Edificios haussmannianos, con sus elegantes fachadas, eran esqueletos de hormigón ennegrecido, sus ventanas vacías como las cuencas de los ojos de un cráneo.
La Torre Eiffel, el orgullo de una era olvidada, ahora era un monolito torcido de hierro, inclinado precariamente, una aguja rota que ya no apuntaba al cielo, sino a la tierra herida. En su cima, el ojo rojo del sistema KAIROS titilaba, lento, arrítmico, como el corazón de un dios agotado que acababa de presenciar el fin de sus hijos.
Arriba, en la cúpula invisible de la Noctara, el Supresor Orbital Mozart, visible como una estrella apagada en el cielo artificial lleno de humo, exhalaba nubes de vapor de sus rejillas de refrigeración, un gigante suspirando de alivio tras una fiebre casi mortal.
En el epicentro de esta desolación, cerca del Arco del Triunfo ahora decapitado, el propio aire estaba herido. La marca que había dejado el último ataque no era un cráter. Era algo peor. Una cicatriz en la propia realidad. Un tajo donde el aire parecía haberse detenido, solidificado en un instante de tiempo corrompido y enfermo. El polvo no se asentaba dentro de ella. La luz se doblaba a su alrededor. Y cualquier sonido que se acercaba, el gemido del viento entre las ruinas, el crujido de los fuegos lejanos, moría en sus bordes, absorbido por un silencio infinito.
En medio de este monumento a la aniquilación, un hombre estaba de pie.
Sostenía su arma apoyada en su hombro como un instrumento musical cansado, su arpa enfundada en acero y hormigón. Su respiración era áspera, cada inhalación un recordatorio doloroso de sus costillas rotas. Contemplaba lo que quedaba del Ángel Negro. No era un cadáver. Era una blasfemia de metal fracturado y disonancia coagulada, apenas reconocible como el amasijo de las armaduras del Batallón Blanco.
Una ráfaga de viento levantó la ceniza a sus pies. El olor a metal quemado y a muerte era abrumador. Una reflexión, amarga y cansada, se formó en su mente.
Esto fue para lo que fuimos creados, ¿eh? Marionetas.
Le habían dado nombres. Le habían dado rangos. Le habían dado la ilusión de la hermandad, forjada en el fuego de un entrenamiento brutal. Les habían enseñado a llamar "camaradas" a los otros monstruos en su jaula. Y todo para esto. Para convertirlos en armas. En la nota final y desesperada de una sinfonía que los líderes ya habían perdido.
No salvamos a nadie. No salvé a nadie.
Solo matábamos. Matar, matar, matar, matar…
Una oleada de furia contenida, tan violenta como el ataque que acababa de desatar, lo sacudió. Con un grito ahogado que fue más un gruñido animal, golpeó el suelo de hormigón roto con el pomo de su espada. Una. Dos. Tres veces. Cada impacto un trueno mudo de una frustración tan vasta como la ciudad muerta a su alrededor. Estaba enojado consigo mismo. Con ellos. Con el mundo que los había creado solo para esto.
De repente, se detuvo. El temblor de su cuerpo cesó. Su rostro, contraído por la rabia, se relajó en una máscara de un cansancio tan profundo que parecía haber envejecido un siglo en ese instante.
Se acercó lentamente a los restos del Ángel Negro, a la tumba colectiva de sus hermanos. Entre los fragmentos de metal negro, vio una pieza familiar. Su propia máscara, la mitad derecha, la que ahora revelaba la mitad humana de su rostro. Una ironía cruel. Él había sobrevivido, el monstruo que conservaba su humanidad, mientras que ellos, los que habían intentado conservarla, se habían convertido en un solo monstruo.
«No fue nada personal», susurró a los restos, y su voz, despojada de rabia, era ahora la de un hombre hablando con fantasmas. «Ustedes eran… ustedes fueron mi…».