“La Ironía del Silencio”

El aire denso del campo de entrenamiento vibraba con la resonancia habitual, ese susurro constante e ineludible de la Sonata que impregnaba cada rincón. Era como una piel invisible sobre el mundo, una corriente sutil que rozaba los huesos. Cero, como siempre, no mostraba reacción. Había aprendido a convivir con esa vibración permanente, como si fuera parte del paisaje, una anomalía que ya no le pertenecía. Mientras los demás se sumergían en la práctica de sus instrumentos, afinando técnicas y emociones, él permanecía apartado, tan callado como una sombra, observando desde la distancia.

Llevaba meses en ese ciclo de entrenamiento, sin que en su rostro se dibujara ni el más leve asomo de emoción. No era necesario. No había espacio para el sentir. Solo tareas. Misiones. Para él, la Sonata era un fenómeno abstracto, casi enemigo. Y su respuesta era el combate físico, directo, limpio. Su arpa, más que una herramienta, era un peso que cargaba a la espalda. Apenas rozaba sus cuerdas en momentos de reposo, como si tocarla fuera una obligación más que un deseo.

La simulación de combate inició con la misma rutina de siempre. A Cero se le asignó un objetivo claro: neutralizar la amenaza. Sin adornos. Sin matices. Lo único distinto esta vez fue que le asignaron una compañera. Apenas alzó la vista cuando la mencionaron. En su mundo, las personas eran medios para cumplir funciones, no vínculos. Cualquier conexión era una distracción.

Al entrar en el recinto, la vio: una figura femenina en el centro del espacio, envuelta en una melodía tenue que brotaba de una flauta curva de titanio. Su música no parecía formar parte del ejercicio. Jugaba con el sonido como quien juega con el viento, sin preocuparse demasiado por las reglas. “Lienne”, recordó. Ese era su nombre.

Cero avanzó con paso firme, su arpa colgando como una extensión de su cuerpo. Pero había algo incómodo en el aire. La flauta en manos de Lienne dejó de sonar, y ella lo miró con una mezcla de interés y provocación. Su presencia era distinta... como si ya supiera algo de él sin haberlo escuchado jamás.

Dejó la flauta a un lado y se acercó sin apuro. No lo saludó. Se plantó frente a él, con los brazos cruzados, como quien reta a una estatua a parpadear.

—Entonces... ¿el número en silencio? —dijo, ladeando la sonrisa—. ¿Un hombre sin melodía... o solo uno que desafina por orgullo?

Cero la observó, inexpresivo. No respondió de inmediato. Sus ojos se detuvieron en la flauta abandonada en el suelo, como si fuera lo único realmente digno de atención.

—Mi función no incluye música —murmuró al fin, con la frialdad de siempre.

Lienne soltó una risa corta, de esas que saben dónde golpear.

—Ah, uno de esos —dijo dando un paso más hacia él—. El que obedece sin entender. Pero dime, ¿no te parece triste? Hacer tanto ruido... sin tener una canción propia.

La pregunta quedó suspendida en el aire. Para Cero, la risa era un concepto vago, algo que nunca había necesitado. O eso creía.

—No tengo tiempo para eso —respondió, cada palabra más mecánica que la anterior.

Lienne inclinó la cabeza con teatral curiosidad.

—Qué vida más aburrida. ¿Nunca has sentido que te falta algo? ¿Un compás, una nota, una emoción que te sacuda el pecho?

Cero se mantuvo imperturbable. Había entrenado para suprimir todo eso. No entender lo que uno siente era parte del protocolo. Pero en el silencio que siguió, algo cambió. Una vibración, suave pero persistente, se alojó en su pecho. No era sonido. Era algo más profundo. Algo... interno.

—No entiendo —susurró, casi con honestidad.

Lienne no respondió enseguida. Lo observó con una expresión distinta. No había burla en sus ojos ahora. Era una mezcla difícil de leer. Tristeza. Curiosidad. Compasión. Algo que Cero no sabía nombrar.

—Claro que no —murmuró, ladeando la cabeza—. Todo en ti está hecho para no sentir. Eres como un corazón congelado... Pero te pregunto: ¿te gustaría saber qué se siente cuando se derrite?