“El hombre que no supo morir”
La tierra bajo sus botas ya no era suelo. Era ruido endurecido. Cada paso de Darein parecía flotar y hundirse al mismo tiempo, como si el mundo no pudiera decidir si dejarlo avanzar o tragárselo por fin. El sur, le había dicho Néris. Como si el sur fuera una promesa. Como si el sur no ardiera también.
Tenía el cuerpo vacío de todo lo que alguna vez lo hizo sentir entero. Lienne, Vael, Néris. La Sonata rugía en su interior, pero él ya no la escuchaba. Caminaba como quien no espera encontrar nada más que el final. Como un experimento al que se le acabó el margen de error.
Y entonces, lo inevitable.
Sangre. Primero en la boca. Luego en el suelo. Luego en los dedos que intentaron limpiarla y no pudieron.
Su arpa, ese corazón artificial que le cantaba vida entre las costillas, tembló. Un crujido sutil se escapó de una de sus cuerdas internas, como una nota desafinada en mitad de una plegaria. Una grieta más. Un tic-tac mudo.
—No todavía... —susurró, sin saber a quién.
Y siguió. Porque morir así, simplemente, no era una opción. No con tantas voces atrás. No con tantas manos ausentes.
Caminó por horas. O días. O meses tal vez, según la gravedad de su delirio. El paisaje cambió sin preguntarle. Ruinas blancas comenzaron a salpicar la colina que pisaba, y cuando alzó la cabeza, ya no estaba solo.
Frente a él, en perfecta formación, se alzaban figuras envueltas en las capas níveas del Batallón Blanco. No como la suya, desgarrada y manchada por decisiones imposibles. Estas eran nuevas, limpias, casi simbólicas.
Casi... falsas.
Darein no dijo nada. Solo los miró con ojos de alguien que ya no podía ver otra cosa que el eco de lo que fue.
Una figura se adelantó. Cabello blanco suelto, guantes inmaculados, voz que temblaba incluso antes de sonar.
—Te estaba esperando, Darein. Néris me habló de ti.
Darein entrecerró los ojos, reconociendo algo en el tono, en la culpa. Su voz salió áspera, oxidada por el sur.
—¿Y tú eres?
—Ishen Ourlak —respondió, como quien confiesa más que presenta—. Somos el Batallón Blanco. El verdadero.
Por primera vez en días, Darein rió. Apenas un aliento torcido, como si una cuerda rota vibrara dentro de él.
—¿El verdadero Batallón... eh? —repitió, con una sonrisa dolida, recordando a Lienne—. Me pregunto qué diría ella.
Nadie respondió. El viento sí. Siempre el viento.