La base temporal del Batallón Blanco, levantada en los restos de un conservatorio hundido bajo Praga, era un laberinto de pasillos húmedos, salas donde los ecos sonaban como fantasmas antiguos, y vitrinas vacías donde antes colgaban violines consagrados.

Darein caminaba por uno de esos corredores, arpa al hombro, sin rumbo. Una misión corta había sido cancelada. El tiempo libre, raro en ese mundo de urgencia, caía sobre él como un manto incómodo. No sabía qué hacer con sus manos, con sus pensamientos. Con su extraña necesidad de no pensar.

Se detuvo al escuchar un sonido grave, casi tectónico.

Un contrabajo.

Lo reconoció. No por el tono —grave como una tormenta retenida— sino por la forma en que ese sonido hacía espacio en el mundo. Lo moldeaba. Lo organizaba.

Era Vael.

Siguiendo el eco, lo encontró en una sala olvidada, bajo una cúpula rota de vidrio ennegrecido. Vael tocaba de pie, sin mirar partituras, sin mover los labios. Solo sus dedos, gruesos y perfectos, acariciaban las cuerdas del contrabajo esquelético, hecho de lo que alguna vez fue hueso resonante. El instrumento parecía respirar.

Darein no interrumpió. Se sentó. Lo escuchó.

Cuando el sonido murió, Vael no se giró.

—No es práctica —dijo, al fin—. Es recordar lo que no debe olvidarse.

Darein asintió, aunque no entendía.

—¿Recuerdas mucho?

Vael se giró solo entonces, su mirada atravesando como bisturí frío.

—No. Recuerdo lo necesario. Lo demás... se convierte en ruido.

Un silencio incómodo. Luego:

—¿Tu arpa? —preguntó Vael, seco.

—Está... desafinada.

—Entonces, afinémosla.

Darein parpadeó. ¿Eso era una orden? ¿Una invitación? ¿Un ritual?

Pero cuando Vael extendió la mano —sin mirarlo directamente— Darein entendió que era una prueba. No de habilidad. Sino de disposición. De humildad. De apertura.