El entrenamiento había terminado, pero el eco seguía allí.
Un retumbar leve, como un corazón que no sabía si debía seguir latiendo.
Cero permanecía en medio del gimnasio, rodeado de siluetas derribadas, el sudor inexistente, su cuerpo impecable. Mecanismo de precisión. Pie, giro, golpe. Respiración medida. Otra figura blanca, otro blanco caído. Nada nuevo. Nada distinto.
Hasta que la escuchó de nuevo.
—¿Siempre entrenas como si estuvieras castigando al mundo? —dijo una voz, ligera, como si viniera flotando entre partículas de polvo.
Cero giró la cabeza.
Ahí estaba. Otra vez.
Ella.
El cabello blanco le caía como agua agitada, suelto, rebelde. Los ojos ámbar brillaban con esa chispa que parecía reír por sí sola, incluso en silencio. No tenía razón para estar allí. Y, sin embargo, estaba.
—No lo estoy castigando —respondió él, sin emoción, sin pausa.
—Oh, claro. Lo estás... disciplinando —sonrió, cruzándose de brazos, la flauta colgando en su espalda como una pluma. Caminó hacia él, sus pasos apenas tocaban el suelo—. ¿Recuerdas cómo te llamé la primera vez que te vi?
Cero la miró. No tenía razón para recordarlo. Pero lo había hecho.
—Serio.
Ella rió con ese sonido que no parecía tener permiso en ese lugar.
—Casi. Dije “Tan serio, Cero”. Me pareció que rimaba.
Él no dijo nada.
—¿Por qué me buscaste? —preguntó, directo, sin adornos.
Lienne se detuvo, ladeando la cabeza como un cachorro curioso.
—¿Por qué no? ¿No se supone que estamos hechos para aprender? Para conectar.
—No lo sé.