El campamento no era una base militar. No realmente. No tenía torres ni códigos ni cadenas de mando. Solo estructuras improvisadas en mármol caído, fragmentos de antiguas óperas visuales proyectadas sobre piedras blancas, fogatas que ardían sin sonido. El Batallón Blanco —o lo que quedaba de él— no parecía una fuerza. Parecían penitentes que habían perdido el miedo.

Darein los observaba desde lejos. Sentado, con la espalda contra una estatua rota de un ángel sin cabeza, respirando con esfuerzo. Su arpa, ahora vendada, vibraba apenas cuando intentaba moverse. Lo mantenía vivo con la delicadeza de un hilo sostenido por los dedos temblorosos de un dios dormido.

Ishen se sentó a su lado. Sin palabras. Solo con la mirada baja, como si aún no se perdonara el acto de existir. Pasaron minutos en silencio.

—No se parecen a los que recuerdo —dijo Darein, sin mirar.

Ishen tardó en responder. Cuando lo hizo, fue como si la frase se le escapara sin querer.

—Porque ya no lo somos.

Darein giró el rostro. Vio a un grupo de ellos compartiendo pan. A otro afinando sus instrumentos sin ensayar nada. A una mujer con una flauta mecánica tocando para sí misma, sin partitura. Sonaban como humanos.

—¿Qué les pasó?

Ishen suspiró.

—Nos permitieron sentir.

Darein frunció el ceño, pero no interrumpió.

—Al principio fue sutil. Un error, decían. Un desajuste en los protocolos. Pero luego, cuando las órdenes se volvieron incomprensibles… cuando nos dijeron que un “ángel no debe dudar” y todos comenzamos a dudar al mismo tiempo… supimos que no fue error.

Darein tragó saliva, y el sabor metálico volvió a su garganta. El arpa tembló.

—Nos forzaron a ser algo que ni siquiera ellos comprendían —continuó Ishen—. Nos moldearon para ser voz pura de la Sonata. Pero olvidaron que incluso la música más perfecta contiene silencios. Algunos los llenaron con fe ciega. Otros, como tú, con nombres. Con Lienne, con Vael, con Néris.

—Y tú —preguntó Darein, sin acusación—, ¿con qué lo llenaste?

Ishen dudó.

—Con rabia. Y luego con miedo. Pensé en huir, en rendirme a los rebeldes, a los disonantes. Pero cuando escuché sobre ti… sobre cómo te negaste a convertirte en un símbolo sin alma… pensé que tal vez... aún había algo que salvar.

Darein cerró los ojos. La frase se quedó suspendida, vibrando como una nota inacabada.

—¿Y el resto del batallón?

—Los que aún siguen con los altos mandos… se amputaron a sí mismos. Cortaron las emociones que les regalaron. Se convirtieron en ecos de la idea que los creó. Ángeles... perfectos, otra vez.