La misión era sencilla… en apariencia.

Un pequeño asentamiento cerca del río Drava había dejado de emitir señales auditivas. No disonancia. No angustia. Solo ausencia de sonido, como si hubiera sido tragado por una caverna muda.

Vael, Darein y un par de Compositores de soporte fueron enviados en reconocimiento. El paisaje era grotesco en su calma: campos donde el viento movía las ramas, pero no producía un solo susurro; agua que corría sin murmullo; casas abiertas con puertas golpeando sin golpear. Todo se movía. Nada sonaba.

—¿Sonata Estática? —susurró uno de los compositores.

Vael negó con la cabeza.

—No. Esto no es silencio natural. Es una decisión impuesta.

Darein tragó saliva, el corazón latiéndole como único tambor. Su arpa temblaba al tacto, como si quisiera hablar, pero no supiera qué decir.

En el centro del poblado encontraron la fuente: un artefacto de resonancia inversa, una especie de altar rudimentario donde cuerdas, imanes y núcleos vibrantes habían sido dispuestos como una trampa. Un experimento Vestrans, quizás. O peor: una deformación de un Oyente Rapsódico.

—No es solo una trampa —dijo Vael, observando los cadáveres en torno al artefacto, perfectamente alineados, todos con los oídos tapados por arcilla endurecida—. Es un llamado.

Una vibración comenzó a emerger. Infrasonido. Grave. Ineludible.

Estaba activándose.

Vael actuó con una rapidez que rozaba lo inhumano.

—¡Atrás! ¡Todos menos tú, Darein!

El joven se congeló. Vael le lanzó un núcleo de resonancia.

—Ponlo en tu arpa. Toca una nota. Sostenida. Ahora.

—¿Qué nota?

—La que haga que esto te perturbe menos. Decide.

Darein dudó. Siempre dudaba. Siempre quería entender. Pero en ese instante, frente a esa vibración que amenazaba con borrarlos de la existencia acústica, cerró los ojos.

Y decidió.

Una nota pura, de quinta justa. Sostenida. Fuerte. Disonante con la trampa, como una negación firme.