Lugar: Bóveda subterránea del Conservatorio de Resonancia Táctica de Viena, zona prohibida, sellada por protocolos de seguridad de Nueva Babilonia.

La misión oficial está cumplida: una red de Oyentes errantes fue disuelta en los túneles de resonancia. Néris y Darein regresan, maltrechos pero vivos. Pero, en un desvío abrupto, Néris desactiva el rastreador del equipo y lo lleva a un ala secreta.

Darein lo nota enseguida: las paredes están cubiertas de aislamiento sónico. No hay eco. Ni ruido. Ni canto. El silencio aquí pesa.

“No es una desviación,” dice Néris mientras abre un paso oculto, “es la verdadera misión. No preguntes quién me la dio.”

Dentro, encuentran un Silenciador Portátil aún en pruebas. No parece una máquina… parece un ataúd suspendido por cuerdas sonoras. Dentro, una figura humana vibra levemente, sin emitir sonido. A su lado, lecturas: Oscilación cerebral residual. Conciencia latente. Hostilidad: Nula.

“No los matan. Solo... los apagan. Como si fueran luces mal calibradas.”

Darein siente una punzada, una mezcla de miedo y reconocimiento. Aquella figura tiene rasgos apenas humanos, pero su rostro... recuerda a alguien. A todos. A nadie. A sí mismo.

“¿Esto es rebelión?”, pregunta.

“No. Esto es memoria. Nadie recuerda a los que no hacen ruido.”

Darein activa su arpa, no para defender, sino para detenerla.

Pero el Silenciador vibra. No con amenaza, sino con súplica.

Néris le muestra un archivo: los experimentos fueron aprobados por su propia Sonaria, Nueva Babilonia. Por los mismos que lo crearon a él. Esto no es defensa. Es represión.

“Tú no eres una herramienta. Deja de actuar como una.”

Darein baja su instrumento. Por primera vez, no consulta ni la voz de Lienne, ni la compostura de Vael. Solo escucha.

Y genera una nota aguda, imposible, vibrante. Una nota que no está en ninguna partitura.

El Silenciador implosiona. No en explosión. En olvido.