El aire aún olía a pólvora limpia y ecos rotos.

La Noctara en construcción al oeste de Europa era una estructura esquelética, un templo inacabado de geometrías sónicas. Columnas de cristal vibraban aún tras la resonancia, y en el centro, una plaza de concreto sin pulir absorbía la lluvia como si aún no supiera si debía ser sagrada o funcional.

Los Afinadores y el Batallón Blanco ya se retiraban. El silencio comenzaba a comerse los espacios entre las botas y los drones de evacuación.

Darein caminaba al final del grupo, en formación.

Los sensores en su cabeza estaban apagados por orden directa. La amenaza había cesado. Solo quedaba… el residuo humano.

Los vivos.

Entonces lo oyó.

Un sonido tan ajeno que desentonó con toda la arquitectura de ese lugar.

Un llanto.

Agudo. Pequeño.

Humano.

—¡Mamá! ¡Mamáaaaa!

—¿Dóoonde estaaas?

El protocolo no dictaba acción directa. El niño no era objetivo. No estaba en riesgo inmediato.

Y sin embargo, su cuerpo no siguió caminando.

Una orden vieja, enterrada en su diseño, zumbó entre sus huesos. O tal vez no era eso.

Tal vez era otra cosa.

Darein se giró.

A unos treinta metros, entre los restos de una cabina de resonancia colapsada, un niño pequeño —ropa rota, cabello enmarañado, voz hecha un nudo— gritaba como si pudiera rasgar la realidad y traer de vuelta a su madre con el eco.

El ángel sin rostro se acercó.