Habían escalado hasta la cima de un antiguo viaducto, cubierto de líquenes cristalinos que crepitaban al tacto. A lo lejos, como una cruz suspendida en un cielo que ya no era azul, la estructura del Supresor Orbital se alzaba sobre la curvatura del horizonte, imponente, frío, aún incompleto. Un enjambre de luces artificiales orbitaba su columna, como si estrellas cautivas lo alimentaran.

Darein lo observó con los ojos entrecerrados. Las manchas oscuras de su vista iban y venían como notas mal puestas. El viento sonaba a distorsión.

—Ishen… ¿eso es…?

—Mozart —asintió el otro, sin emoción—. El último que construirán. O el primero de un mundo que ya no nos necesita.

El silencio se alargó. Solo la respiración entrecortada de Darein lo rompía.

—Dicen que disminuirá la resonancia hostil de la Tierra —continuó Ishen, aún mirando el cielo—. Que suavizará la Sonata. Que, al fin, podremos tener paz.

Darein se dejó caer sentado, sin fuerza para fingir orgullo. Una mecha de su cabello cayó frente a sus ojos: había perdido ya todo reflejo, un gris que no contenía más eco.

—¿Paz? —repitió—. ¿Y qué hacemos nosotros con eso?

Ishen sonrió apenas.

—Nada. Eso es lo hermoso.

Darein giró el rostro lentamente hacia él.

—¿Hermoso?

—Nos crearon para pelear en un mundo que ya no quieren. Y ahora que ese mundo se está muriendo… nosotros también. Se llama obsolescencia. Diseño emocional. Música que solo sirve si alguien la escucha. Cuando ya no haya Oyentes, no harán falta Orquestas. Ni armas sonoras. Ni Compositores. Ni nosotros.

Darein respiró hondo. Tosió sangre en el dorso de su guante. La absorbió el vendaje de su arpa, que ya no brillaba. Solo un retumbar sordo permanecía en su interior. La Sonata lo estaba abandonando. O él a ella.

—¿Y tú aceptás eso?

Ishen no respondió de inmediato. Se sacó un guante, por primera vez, y apoyó la mano desnuda en la piedra. Su piel era pálida, temblorosa. Casi humana.

—Lo que no acepto es haber vivido para nada —dijo al fin—. Moriré, sí. Pero no vacío. No con las manos limpias. Hice cosas que me persiguen, Darein. Cosas que no me atrevo a contarte. Pero… me niego a que esa sea toda mi historia.

Darein lo miró. No como se mira a un camarada, ni a un traidor. Sino como alguien que ve un espejo dañado y descubre en él su propio reflejo, aún roto.

—Yo pensé que moriría con un legado —murmuró Darein, casi para sí—. Pero ahora me doy cuenta que lo único que hice fue sobrevivir.

—A veces —susurró Ishen, mirando hacia Mozart—, eso es lo más valiente que puede hacerse.