El destacamento olía igual que antes.

A piedra lavada con silencio. A instrumentos colgados como cadáveres heroicos. A la quietud de un templo militar donde los nombres se veneraban más por ausencia que por gloria.

Darein entró esposado por ondas de anulación.

Había vuelto al hogar que ya no lo era.

Donde Lienne había reído. Donde Vael había callado. Donde él había aprendido a fingir que sabía quién era.

El tribunal lo esperaba como si ya supiera el veredicto.

Rostros pulcros. Fríos. Gafas sin empatía.

La lista fue leída sin énfasis, como si declarar una traición fuera un trámite burocrático más:

— "Colaboración con elemento radical."

— "Intervención no autorizada."

— "Improvisación letal."

— "Tendencias disonantes."

Y, finalmente, el veredicto:

Exilio.

Pero él supo, por cómo lo dijeron, que no era exilio.

Era borrado.

Entonces, antes de que las ondas de inhibición lo alcanzaran, un quiebre en el aire.

Una frecuencia imposible. Un chirrido insolente.

Y la voz de ella:

"¿De verdad pensaban que no volvería por mi Arpista favorito?"