Las órdenes eran simples: explorar las ruinas del antiguo distrito cultural de Graz, verificar actividad disonante, y reportar. No se esperaban conflictos. No era más que un trámite… pero aquí, incluso los silencios tienen espinas.

El equipo era mínimo. Solo tres.

Vael. Darein. Lienne.

Nadie habló durante el viaje. El aire estaba denso, lleno de ese tipo de quietud que no nace del descanso, sino del agotamiento contenido. El cielo se teñía de un rojo liso al anochecer, como un telón cayendo sobre un acto olvidado.

Encontraron refugio en las ruinas de un viejo teatro barroco, cuyo techo derrumbado dejaba pasar la luna como si la ópera no hubiera terminado nunca. El escenario estaba inclinado, cubierto de polvo y vegetación. Aún se veían cortinas roídas colgando de lo que alguna vez fue una tramoya. Lienne sonrió.

—Este lugar pide a gritos una idiotez… ¿y si ensayamos algo?

Vael, al pie de lo que quedaba de la platea, alzó una ceja con precisión matemática.

—No tenemos partitura. Ni fin. Ni propósito.

—Exacto —replicó Lienne con un gesto florido, ya subiendo al escenario como si fuera su cuna—. Tres movimientos. Sin partitura. Que salga lo que tenga que salir.

Darein se quedó en medio, como siempre. Observando a uno, luego al otro. Lienne ya tocaba algunas notas tontas en su instrumento (un Vento que chillaba como gaviota borracha). Vael estaba de brazos cruzados, pero... no se fue. Sus dedos jugaban con el puente de su contrabajo. Dudaba.

Y luego habló.

—Segundo movimiento será mío.

Lienne hizo una reverencia teatral, desproporcionada.

—¡El maestro de la gravedad concede! Darein, cierra tú. Pero sin drama. Lo que sientas.

Darein asintió en silencio. Algo en ese instante le pareció ridículo. Improvisar. En medio de una guerra. En ruinas. Pero también... hermoso. Como si la locura tuviera música.

El primer movimiento fue puro caos: Lienne reía, soplaba ráfagas y ruidos como si jugara con niños invisibles. El teatro parecía cobrar vida con cada nota absurda, los ecos creando un efecto de burla cósmica.

El segundo... fue otra cosa. Vael no improvisó. Esculpió. Cada nota del contrabajo era medida, profunda, resonante. Como un juicio sin palabras. Darein lo observaba, fascinado. No tocaba para mostrar. Tocaba para sostener. Cada vibración parecía contener una decisión.

Y entonces fue su turno.

Arpa en mano, Darein dudó. Como siempre. Hasta que notó algo: la mirada de Vael, fija. Seria. Apoyada. Y los dedos de Lienne, quietos. Esperando. Abiertos.

Tocó.