El sur les había dado refugio, pero no consuelo.
Entre olivos secos, ruinas romanas quebradas por disonancia, y casas cubiertas por el polvo blanco de antiguos enfrentamientos, el grupo se aferraba a un propósito que cada día tenía menos forma. El llamado "verdadero Batallón Blanco" ya no entrenaba, ya no afinaba. Solo existía. Como una nota sostenida en el aire, demasiado larga, demasiado tensa.
Darein pasaba las tardes mirando el cielo, igual que Ishen. Pero él no buscaba perdón. Buscaba restos.
Su arpa colgaba de su espalda como un órgano externo. Ya no lo sostenía del todo. Algunas cuerdas estaban muertas. Otras, cuando vibraban, dejaban un zumbido que hacía llorar a los más jóvenes sin que supieran por qué.
No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, todos se callaban. No por respeto… sino por la extraña solemnidad que había adquirido. Darein no sonaba como uno más. Sonaba como un sobreviviente de algo que todavía no pasaba.
—Lo único que queda de nosotros —dijo una vez mientras arreglaba su instrumento con alambre viejo— es cómo vamos a dejar de estar.
Ishen lo miraba, siempre callado, como si le escuchara no solo las palabras, sino los silencios entre ellas.
Una noche, mientras discutían si atacar o no el nodo secundario de comunicación, estalló un desacuerdo. El grupo se dividía. Algunos exigían un golpe preventivo; otros, esperar más. Las voces se alzaban, los puños también. Fue entonces cuando apareció la figura del pasado.
Desde la colina baja del este, entre la niebla que traía el mar, apareció Althain. Alto, aún con el uniforme de los Afinadores, pero sin las insignias. Era uno de los pocos que habían servido tanto con Lienne como con Vael. Un mediador, decían. El hombre que intentó evitar que los ángeles se quebraran.
Y ahora estaba allí. Vivo. Envuelto en polvo.
—Mozart será activado en seis días —dijo, sin rodeos.
El silencio que siguió fue brutal. Como un compás vacío en una obra caótica.
—Están acelerando el proceso. Temen que la frecuencia sur esté contaminada… y creen que ustedes son parte del problema.
—¿Qué somos, entonces? —preguntó Ishen con voz hueca— ¿Un error de código?
—Una disonancia ética —respondió Althain—. Por eso me mandaron. No para convencerlos. Para escuchar si queda algo de la armonía original.
Esa noche, sentados en torno a una fogata irregular hecha con madera de pianos rotos, Darein habló. Fue la primera vez en semanas que lo hizo en voz alta.
—No somos una amenaza porque existimos. Lo somos porque seguimos preguntando. Y si nos silencian, no se acaba el ruido. Solo se vuelve una nota de fondo… que nadie sabrá de dónde viene.
Althain asintió, en silencio.