Exterior – Ópera Estatal de Viena. Interior destruido. Medianoche.

Las bóvedas del antiguo teatro, quebradas pero erguidas, aún parecen contener el eco de una orquesta que ya no existe. La fachada ennegrecida por incendios pasados se alza entre ruinas y cristal. El Batallón Blanco, tras una misión en los sectores del Danubio Destrozado, ha elegido este lugar como su improvisado salón de celebración.

Interior – Sala Principal.

El suelo está agrietado. Columnas caídas sirven de sillas. Candelabros rescatados de escombros titilan con fuego real —prohibido en zonas resonantes, pero tolerado por esta vez. Hay risas, pero son de esas que nacen no del júbilo, sino de la necesidad.

Uno de los Ángeles, Lyren, se para sobre el escenario con una botella vacía en mano.

Lyren (exageradamente ceremonial):

—¡Proclamo el Primer Brindis Sin Bebida del Batallón Blanco! Porque el verdadero licor es la estupidez de seguir vivos.

Risas. Aplausos suaves.

Lienne, vestida aún con su uniforme de campo, los pies sobre el mármol roto, extiende los brazos. Suena una Sonata de fondo, grabada en un dispositivo Ruptor: una vieja pieza barroca que intenta reconstruirse a sí misma en tiempo real, fallando con gracia.

Lienne (a Darein, a unos metros):

—Vamos. Si no bailas, te canto. Y sabes lo desafinada que me pongo cuando quiero vengarme.

Darein, apoyado contra una columna resquebrajada, observa. No sonríe. Pero algo en su postura se ha ablandado. Sus dedos recorren el marco de su arpa como si dudara de su existencia.

Darein:

—¿Esto es… parte del protocolo de descompresión?

Lienne (girando sobre sí misma, torpemente):

—Esto es una estupidez sagrada. Y no eres nadie hasta que haces el ridículo frente a gente que podría morir por ti.

Unos pasos más allá, Aeran, el más joven del batallón, se le acerca con su usual torpeza simpática.

Aeran:

—Cero, ven. ¡Queremos que toques algo! Lo que sea. Incluso si es una sonata para gallinas.

Darein lo mira, casi como quien observa un animal desconocido.