La reunión fue impuesta. El lugar, una vieja ópera derruida cerca de Florencia, uno de los pocos edificios que aún conservaba forma, aunque no alma.
La cúpula estaba rota, como el cielo. Las butacas cubiertas por hongos. Un antiguo piano de cola oxidado yacía de lado, como una víctima.
Allí se encontraron. Los dos fragmentos del Batallón Blanco.
Unos, curtidos por el combate, el silencio y la resignación.
Otros, aún revestidos con uniformes ceremoniales, portadores del último ideal.
Los ángeles de la caída, y los que no supieron que ya habían caído.
En el centro, la pregunta:
¿Qué haremos cuando Mozart cante?
El Supresor estaba a días de activarse. Y con él, la promesa de una Tierra más "habitable".
Que ya no requeriría intérpretes como ellos.
Que los liberaría… o los olvidaría.
La discusión comenzó con decencia.
—Podríamos replegarnos al norte. Vivir como civiles.
—¿Y dejar que reescriban la historia?
—¿Qué historia? ¡Ni siquiera fuimos reales! ¡Fuimos símbolos!
—¡Fuimos esperanza!
—¡Fuimos decorado!
La tensión era audible. Un zumbido agudo en el aire. Una frecuencia de descomposición emocional.
Fue entonces que uno de los miembros del ala “leal” del batallón, un viejo veterano condecorado llamado Kaelos, gritó:
—¡BASTA! ¡No somos iguales! ¡Ustedes eligieron traicionar la armonía! ¡Nosotros fuimos creados para servir, no para cuestionar!