La niebla no era natural.

Tenía el tono denso de las grabaciones antiguas, de un disco rayado que amenaza con volver al inicio.

Y con cada paso que daban hacia el páramo partido del sur, Darein sentía cómo el pasado se estiraba detrás de él, como una cuerda que se negaba a romperse.

No habían comido. No habían dormido. No podían.

Huían.

—“Están cerca,” —murmuró Néris, palmeando su violín invertido, que ya no tenía todas las cuerdas. Una había sido arrancada horas antes, cuando ella la usó para cortar el cuello de un Afinador que no los había visto llegar.

Darein asentía, mudo, seco. Se movía como Vael le habría enseñado, y dudaba como Lienne habría criticado. Era una amalgama ambulante, con los recuerdos por brújula.

Y ella… ella era otra cosa.

Ella era presente puro.

El combate los alcanzó antes que el alba.

Un enjambre blanco. Uniformes limpios. Rostros sin rostro.

El antiguo destacamento. Los suyos.

O lo que quedaba de ellos desde la muerte de Vael, desde el quiebre de Lienne, desde su desobediencia.

El primer disparo fue sónico. No dolió. Pero rasgó el aire como una bofetada a la realidad.

—“Corre.”

—“No sin ti.”

Néris no respondió. Solo sonrió con ese gesto de sarcasmo íntimo que era todo lo que ella era.

Y avanzó.

El combate fue breve. Glorioso.

Como un solo imposible en un teatro que se quema.