La guerra no comenzó con una orden.

No hubo clarines, ni estandartes ondeando, ni nombres gritados al cielo.

Comenzó seca.

Como un cuchillo al pan.

Como una cuerda que se corta en medio del silencio.

El Batallón Blanco, antaño símbolo de redención y canto, se partió.

En dos cuerpos.

En dos ideas.

Y, sobre todo, en dos ruidos:

El de los que aún creían, y el de los que ya no podían creer nada.

Durante días, la matanza fue asíncrona.

Algunos mataban sin mirar.

Otros simplemente se alejaban, con los ojos secos de tanto llorar por dentro.

Nadie sabía quién era el enemigo, ni si quedaba alguno afuera.

Tal vez, el enemigo había nacido dentro.

El cielo, ajeno, seguía su partitura.

Y el Supresor Orbital Mozart comenzaba a emitir pulsos sutiles, como un afinador preparando su última obra.

Y entonces…

habló Nueva Babilonia.

No en persona.