«Registro de Muestra Biológica 734. Origen: Sector Dortmund-Ems. Estado: Inestable.»
En el ala restringida del Comité de Investigación de Berlín, el silencio era una ciencia. No había mármol ni adornos góticos; solo acero pulido, cristal de contención y el zumbido de bajo hercio de los sistemas de filtración de aire. Las luces blancas, sin sombra, eliminaban cualquier matiz, cualquier lugar para esconderse. Era un laboratorio que parecía haber sido diseñado para diseccionar almas.
El Investigador Principal Wolfgang se inclinó sobre la consola, sus ojos grises fijos en la onda de datos que fluctuaba en la pantalla holográfica. «La resonancia es paradójica», murmuró, más para sí mismo que para su compañero. «El patrón se degrada y se perfecciona simultáneamente. Es como una partitura que se borra a sí misma a medida que se escribe. Inestable en su misma estabilidad».
A su lado, el Investigador Junior, Anton, asintió, su rostro pálido bajo la luz clínica. «Las marcas en los sujetos son consistentes. Patrones de estigmas, pero… profanos. No son heridas, son conductos. La bio-resonancia fluye a través de ellos, canalizando el Cántico. Sus cuerpos no se desintegran; se… subliman».
Frente a ellos, cinco cápsulas de estasis contenían a los insurgentes que un compositor había neutralizado. Sus rostros, congelados en una serenidad vacía, eran el testimonio de un milagro terrible. Eran los precursores de una plaga.
«Pero hay una variable que no encaja», continuó Wolfgang, ampliando una sección de la firma sonática. «Esta nota base… esta resonancia fundamental. La he visto antes. Anton, necesito que traigas las muestras que recuperamos de aquel distrito de Roma la semana pasada. Las que etiquetamos como ‘Disonancia Penitencial’».
Lyam frunció el ceño. «¿Los de la Iglesia? Señor, sus firmas eran un caos absoluto. La antítesis de esto».
«Exacto. Pero la antítesis comparte un origen. Ve. Necesito comparar la corrupción antes de que estas muestras se degraden por completo».
Lyam asintió y salió del laboratorio principal. Los pasillos de esta sección del Comité eran un laberinto blanco y silencioso. El sonido de sus botas era la única percusión en una sinfonía de esterilidad. Se sentía como caminar por las entrañas de una máquina, una que nunca se detenía.
Llegó a la sala de contención secundaria, un espacio más pequeño donde se almacenaban las anomalías de menor prioridad. La puerta se deslizó con un siseo casi inaudible.
Dentro, la oscuridad era casi total, rota solo por el débil parpadeo de las luces de estado de las cápsulas de contención. El aire era pesado, cargado con el olor metálico del ozono y algo más… algo que olía a óxido y a dolor antiguo.
«Wolf, tengo las muestras», dijo Anton al comunicador de su muñeca. No hubo respuesta. «¿Wolfgang?». Silencio. Suspiró. «No es gracioso, viejo. Sé que te encanta esconderte entre los servidores para asustarme».
Salió al pasillo. Vacío. Miró en ambas direcciones. Nadie. El Comité de Investigación era un lugar de trabajo incesante, pero esta ala restringida solía tener al menos un par de guardias de la Tonstaffel. Hoy, no había nadie.
Volvió a entrar en la sala de contención, esta vez con un nudo de inquietud formándose en su estómago. Fue entonces cuando lo vio. Algo que en su prisa no había notado antes.
Una de las cápsulas estaba rota.
El cristal de contención, diseñado para soportar explosiones sónicas, estaba hecho añicos desde dentro. Era la cápsula del insurgente sin lengua, el que se había suicidado. La que contenía la disonancia más pura. Y ahora, estaba vacía.
El terror, frío y paralizante, se apoderó de Anton. Entendió. Su compañero no se estaba escondiendo. Su compañero ya no estaba.