En un lugar que no figuraba en ningún mapa oficial, el único sonido era el suave zumbido de los sistemas de soporte vital. La habitación era un círculo perfecto de obsidiana pulida y acero quirúrgico, iluminada no por lámparas, sino por la luz fría y azul que emanaba de la única pieza de mobiliario en el centro: una cápsula de contención.
No se parecía a las cápsulas de estasis del Comité. Era más un sarcófago, un altar. Dentro, suspendido en un gel bio-sintético, flotaba lo que alguna vez pudo haber sido un ser humano. Era una forma deshecha, casi desintegrada. Músculos atrofiados se aferraban a huesos que parecían a punto de disolverse. Cables, finos como hilos de plata, penetraban en su carne, conectando el remanente de su sistema nervioso a una red de computadoras que zumbaban silenciosamente en la periferia de la sala. Apenas tenía forma, una escultura fallida de un dios olvidado, pero latía. Una vez cada minuto, su pecho se alzaba en una respiración artificial.
De pie frente a la cápsula, un hombre observaba. Su silueta era la de la aristocracia y el poder incalculable: un traje a medida, un porte de calma absoluta. Sus ojos, verdes como los de su hijo, no mostraban ni piedad ni curiosidad, solo el desapego de un arquitecto examinando los cimientos de su obra maestra.
El suave sonido de unas botas metálicas anunció una nueva presencia. Una figura alta, envuelta en el uniforme negro de alto mando, se detuvo a su lado. Su rostro estaba oculto tras el visor reflectante de su casco.
Permanecieron en silencio por un momento, dos figuras de poder contemplando a su creación, o quizás, a su prisionero.
«El experimento de la catacumba ha concluido», dijo el uniformado, su voz una construcción artificial, sin tono ni inflexión. «Los datos obtenidos han sido... esclarecedores. La capacidad del sujeto humano para canalizar la disonancia a través de la fe es superior a nuestras proyecciones iniciales».
El hombre no apartó la vista de la cápsula. «Los humanos son excelentes conductos para el dolor. Es la nota más consistente en su partitura. Siempre lo ha sido».
«Damonth y su equipo se han convertido en una variable incontrolada», continuó el soldado. «La fase de contención ha sido comprometida».
«Una variable incontrolada es simplemente una pieza que aún no se ha movido al lugar correcto en el tablero», respondió el hombre de traje con una calma imperturbable. «La verdad que ahora poseen no es un arma. Es una carga. ¿A quién se la contarán que tenga el poder de actuar? El Comité Administrativo está en nuestro bolsillo, y el de Defensa está fracturado por el miedo que nosotros mismos hemos sembrado».
Hizo una pausa, su mirada finalmente apartándose del ser en la cápsula y fijándose en su propio reflejo en el cristal. «Recuerdo la vieja historia. La de nuestros ancestros. La de la humanidad antes de… esto».
«La Torre de Babel, Señor Volker», dijo el soldado.
«No. Más atrás. Cuando creamos a los ángeles. Entidades de pura fe y obediencia, diseñadas para protegernos de las sombras que acechaban fuera de nuestras cuevas. Los adorábamos, les rezábamos, les pedíamos milagros». El Volker extendió una mano, sus dedos rozando el frío cristal de la cápsula. «Y entonces, aprendieron a cantar. Su música se volvió tan perfecta, tan absoluta, que dejaron de vernos como sus creadores. Nos vieron como una imperfección. Como un ruido de fondo que contaminaba su sagrada armonía. Y esos mismos ángeles que debían protegernos… se convirtieron en monstruos que buscaron silenciarnos».
El Conductor permaneció inmóvil. «Un fallo de diseño. La fe sin control se convierte en dogma. El dogma, en tiranía».
«Exactamente», asintió el Señor Volker, su voz ahora con un filo de acero. «Ese fue el pecado original de la vieja humanidad. Le dieron a sus guardianes un poder ilimitado y solo una directiva vaga: ‘proteger’. Nosotros no cometimos el mismo error en aquel entonces».
Se giró lentamente, encarando al Conductor.
«Ahora está sucediendo de nuevo. El Cántico Cismático ha despertado a los nuevos ángeles. La fe, de nuevo, está creando monstruos. La gente mira al cielo en busca de salvación y encuentra la aniquilación. Buscan el juicio y son devorados por él». Hizo una pausa. «Pero esta vez, hay una razón. Esta vez, hay un propósito.».
«Y la sinfonía tiene un objetivo claro», concluyó Der Dirigent.