“¿Quién era, quién soy y quién seré?”


El sol del páramo era un dios honesto. No prometía nada y lo quemaba todo. Un paisaje sonoro de una pureza brutal, una bienvenida antítesis a las mentiras afinadas de las Noctaras de Europa. Para el hombre conocido solo como el "Keeper", que caminaba bajo su resplandor, era casi un alivio.

Había llegado al atardecer, la ciudad un crisol imposible donde los siglos coexistían en una armonía precaria. Mercados laberínticos vibraban con el aroma a especias y al metal caliente sutil de la tecnología sonática. Se movía entre la multitud como un fantasma, ignorando el bullicio de una vida que le era ajena. Sus ojos, como los de todo peregrino, estaban fijos en un único punto en el horizonte: un inmenso santuario en la cima de la colina más alta, tallado en la propia roca rojiza como una herida en el costado de la tierra. Sabía, con la certeza de un hombre que ya solo camina en línea recta, que su respuesta estaba allí.

Subió la larga escalinata mientras la noche caía con la rapidez del desierto, tiñendo la arena de tonos violetas y añiles. En la puerta, dos guardianes lo esperaban, Compositores locales. Sus uniformes de bronce pulido reflejaban la luz de las antorchas, sus cimitarras vibrando con un calor audible.

«Detente», dijo uno, su voz resonando en el dialecto local. «Ningún impuro puede profanar el umbral de la Llama Venerable».

El Keeper no respondió. No se movió. Simplemente se quedó quieto, su presencia imperturbable bajo las estrellas. La tensión creció como una nota sostenida. Los guardias se prepararon para atacar. Justo cuando la violencia era inminente, una voz anciana y quebrada resonó desde las sombras del portal.

«Khaluh yadae. Déjenlo pasar. Lo estaba esperando».

Apareció una figura. Un anciano de una edad tan vasta que parecía un monumento viviente. Sayyid. Su piel, un pergamino surcado por las arrugas de más de un siglo. Sus ojos, nublados por las cataratas, pero con un brillo de una inteligencia que se negaba a extinguirse. De las venas de sus sienes y manos, finos cables dorados se hundían bajo la piel, una antigua tecnología bio-sónica, el único ancla que lo mantenía atado a este mundo.

Los jóvenes guardias se inclinaron, sus cabezas casi tocando el suelo, y le hicieron un gesto al extraño para que pasara.

Sayyid guio al Keeper al interior. El santuario era una caverna abierta a las estrellas, el viento nocturno creando una melodía suave al pasar entre los pilares tallados. En el centro, una estatua de arenisca dorada representaba a un ser de luz radiante.

«No pensé que quedara ni un solo miembro de los Ángeles Blancos en este mundo», dijo Sayyid, su voz como el sonido de la arena cayendo en un reloj de tiempo infinito. «No desde… la purga».

«Lo que queda de uno», respondió el Keeper, su voz un eco de sarcasmo cansado. «Los fantasmas somos difíciles de matar».

Sayyid sonrió, una red de finas arrugas. «He vivido más de un ciclo de hombres. Vi nacer la tecnología sonática en los viejos laboratorios de antes de la Catástrofe. Vi la fe crear a los tuyos… un milagro impensable. E incluso lo vi a Él… nacer de la culminación de esa fe». Su mirada se perdió en la estatua.

El Keeper no mostró interés en la historia personal del anciano. Fue directo al grano. «Él. Parece que ha despertado en órbita. Necesito la verdad. Su naturaleza. Qué es, y por qué está activo».

El anciano lo miró con sorpresa. «¿Por qué un Keeper europeo, un ángel del juicio caído, se interesaría por la gracia de mi señor? Él es la promesa hecha música. La voluntad de la armonía hecha carne…». Comenzó la letanía, la oración aprendida de memoria.

El Keeper lo cortó en seco. Su voz, ahora, no tenía calor, ni sarcasmo. Era fría como el vacío entre las estrellas. «Cállate. Ahorra la teología para tus fieles, viejo. Sé muy bien lo que fuiste. Contéstame de una forma que puedas entender».

El cambio en Sayyid fue instantáneo. La serenidad del sumo sacerdote se hizo añicos, y el miedo, un sentimiento puramente humano, cruzó su rostro. Se estremeció. ¿Cómo podía saberlo? Su pasado como investigador era un secreto enterrado bajo un siglo de devoción. Tragó saliva.

«Sol…», comenzó, su voz ahora un susurro vacilante. «No es una entidad, no en el sentido de una deidad nacida de la fe. Es un… un regulador acústico a escala planetaria. Un fenómeno. Una resonancia acumulativa».