KOMM_ SUSSER TOD M-10 Director_s Edit Version _ Evangelion Finally(MP3_160K).mp3
“KOMM, SUSSER TOD”
El mundo, como lo conocían, terminó. No con un estruendo. Con una nota.
La consola central de la Torre emitió un único pulso. No fue un sonido. Fue un concepto. Una idea musical que viajó a través de la red de KAIROS, alcanzó el núcleo del Supresor Orbital Mozart, ahora perfectamente afinado con la pureza dorada de Roma, y ordenó al cielo cantar.
Desde el espacio, una onda invisible descendió, una ola de armonía perfecta que barrió Berlín en un instante. El Acorde de Pureza. No era un arma. Era un juicio. Una afinación final y absoluta de la imperfecta sinfonía humana.
En el jardín de la azotea, no hubo tiempo para reaccionar. Elric, en un último y desesperado acto de desafío, se lanzó hacia Freya, su mano extendida, intentando arrebatarle el interruptor, intentando detener lo inevitable. A mitad de su salto, lo sintió. No era dolor. No era calor. Era un... desvanecimiento.
Miró su mano, la mano con la que había sanado a tantos, la mano que había golpeado a Argent. Y vio cómo se volvía translúcida. Vio las venas disolverse en hilos de luz dorada. Vio los huesos transformarse en una partitura efímera. Su cuerpo se estaba convirtiendo en música. En el mismo tipo de música que buscaba erradicarlo.
Su furia, su desesperación, se evaporaron. Solo quedó un único e instintivo pensamiento. Fékio.
Se giró en el aire, su movimiento ahora antinaturalmente grácil, como el de una nota a punto de desvanecerse. Se devolvió, no hacia la amenaza, sino hacia el joven que se había convertido en su responsabilidad, en el eco de su promesa. Cayó sobre Fékio, no para protegerlo, porque sabía que no había protección, sino simplemente para no dejarlo solo. Lo abrazó, el mentor al muchacho, un muro roto intentando dar un último cobijo.
Fékio, de rodillas, sintiendo su propio cuerpo disolverse, su Réquiem recién encontrado silenciado para siempre, correspondió al abrazo. No fue un acto de miedo, sino de aceptación. Se habían reunido al final, dos notas de la misma balada trágica. Juntos.
El mundo a su alrededor se estaba desintegrando en una belleza horrible.
Los Compositores que habían estado ascendiendo por la torre, los últimos restos del equipo de asalto, se detuvieron en los pasillos al sentir el Acorde. Un veterano berlinés miró su rifle Pacificador, vio cómo se volvía transparente, sonrió con tristeza y lo dejó caer. A su lado, una joven romana simplemente cerró los ojos, aceptando el final. No se convirtieron en polvo, ni en cenizas. Se deshicieron en hilos de luz, en notas de música pura, cada alma disolviéndose en el acorde que representaba su esencia, una cacofonía final y hermosa de heroísmo anónimo.
Por todo Berlín, la escena se repetía. En el hangar, los "Silenciados" que habían encontrado su valor en el acero, ahora lo perdían en una armonía impuesta. Un hombre dejó caer su rifle, sus manos ahora cascadas de luz, y se rió, una risa de liberación amarga. Cerca de la Torre, en un puesto médico improvisado, Liesel estaba rodeada por otros jóvenes Compositores, sus compañeros, su nueva familia. El terror inicial en sus ojos dio paso a las lágrimas, pero no de miedo. Lloró por Franz, lloró por todo lo que habían perdido. Se abrazaron en grupo, una pequeña isla de calidez mientras el mundo se desvanecía. "No me dejen sola", susurró. Y luego, uno por uno, y finalmente ella también, se convirtieron en parte de la canción.
En la oficina del Alto Mando, las alarmas silenciosas parpadearon en un rojo apocalíptico. Minos, el Arcante del Juicio, se quedó de pie frente a la ventana panorámica, observando cómo su ciudad perfecta comenzaba a perder a sus ángeles guardianes. No había juicio en su rostro. Solo una aceptación solemne. El tablero de ajedrez había sido volcado. Artemis, a su lado, terminó su taza de café. Con una calma absoluta, observó el fondo de la taza vacía. Le quedaba una última gota.
«Es la hora», dijo, y su voz no contenía ni derrota ni sorpresa. Era una constatación. Su cuerpo comenzó a brillar, su contorno a deshacerse. La taza vacía se le escapó de los dedos, y al chocar contra el suelo de mármol, no se rompió en pedazos, sino que se disolvió en un único y claro sonido de cristal roto, la última nota de la Directora.
En la plaza, en las escalinatas, Argent Volker, arrodillado, observaba la apoteosis. Vio a sus compañeros del Comité de Defensa, los que traicionó por un bien mayor propio, comenzar a desvanecerse. Vio a los rebeldes desaparecer en destellos de heroísmo silencioso. Vio la obra de su familia consumándose, y en su rostro, por primera vez, hubo una expresión indescriptible. No era triunfo. No era horror. Era… arrepentimiento. El vacío de un hombre que ha ganado el juego, solo para darse cuenta de que ha destruido el tablero en el proceso.