“La Melodía del Hogar”


Semanas después. El tiempo, después de una catástrofe, tiene una cualidad extraña. Los primeros días son un borrón de informes, interrogatorios y la adrenalina residual de haber sobrevivido. Pero luego, el silencio se asienta. Y en ese silencio, el cuerpo comienza a recordar el precio que ha pagado.

La habitación del ala médica del Comité de Defensa era impecablemente blanca, un lienzo estéril diseñado para promover la curación a través de la ausencia de estímulos. Para Elric Damonth, era simplemente aburrida. Se sentía menos como un héroe convaleciente y más como una pieza de museo delicadamente preservada. Estaba cubierto de vendas, cada una un mapa de sus últimas imprudencias. Su brazo izquierdo descansaba en un cabestrillo de suspensión, un recordatorio constante de un golpe mal parado de Argent. Y su torso, bajo la bata del hospital, era un mosaico de nuevos moratones que se unían a las viejas cicatrices, creando una topografía de todas las guerras que había sobrevivido.

Un vaso de agua en la mesita de noche, a un metro de distancia, parecía estar al otro lado de un vasto océano. Con un gemido que fue mitad esfuerzo y mitad autocompasión, intentó alcanzarlo. Cada músculo de su abdomen protestó con un dolor agudo y punzante. Los médicos le habían dicho que tenía tres costillas fisuradas, resultado no de un ataque sónico, sino de un simple y vulgar gancho de derecha. La ironía era casi poética.

Justo cuando sus dedos estaban a punto de rozar el vaso, la puerta de la habitación se abrió con un suave siseo.

Vereth Lys se quedó de pie en el umbral. Llevaba ropa de civil: unos vaqueros sencillos, un jersey de lana suave y el pelo corto rojo recogido en una pequeña coleta desordenada. Parecía… normal. Una palabra tan extraña y tan bienvenida en ese mundo de lo extraordinario. Cruzó los brazos, y una de sus cejas se arqueó con una perfección que era a la vez una acusación y una pregunta. Su rostro era una obra maestra de emociones contradictorias: el amor profundo de una esposa, la preocupación clínica de una científica y un enfado tan monumental que podría haber derribado la Torre Volker por sí solo.

«Déjame adivinar», dijo ella, su voz tan seca como el desierto. «Estás intentando moverte. Porque después de sobrevivir a un genocidio, de volver de entre los muertos y de liderar una rebelión que ha fracturado el gobierno, la mayor amenaza a tu existencia es, como siempre, tu propia y estúpida terquedad».

Elric abandonó su intento de alcanzar el vaso y se recostó en la almohada con un suspiro dramático. «Hola, cariño. Yo también te he echado de menos».

Vereth entró y cerró la puerta. Se movió por la habitación, recogiendo una bata tirada en el suelo, ordenando los informes médicos en la mesa con una eficiencia innata. No lo miraba, pero él podía sentir la tormenta que se gestaba.

«¿Así que este», comenzó, su voz ahora un murmullo peligroso mientras alisaba las sábanas de su cama, «es el famoso Sanctuaire Sonore? La técnica definitiva de protección que inspiró a una generación. Curioso. A mí me parece más el ‘Réquiem por mis Huesos Rotos y el Sentido Común Perdido’». Se giró para encararlo, sus ojos brillando. «¿Era realmente necesario, Elric? ¿Enfrentarte a él a puñetazos como dos bárbaros en un callejón? Podrías haberle lanzado un libro de historia. Se supone que eres bueno con las palabras».

Él intentó defenderse con una sonrisa débil, un truco que normalmente funcionaba. «Era… un asunto de principios. Y además, técnicamente, él empezó».

La excusa quedó flotando en el aire estéril, tan débil y patética que casi le dio pena a él mismo.

Vereth suspiró. El enfado monumental pareció desinflarse, dejando solo una profunda y cansada preocupación. Se sentó al borde de la cama, el colchón hundiéndose bajo su peso. Su mano encontró la frente de Elric, apartando un mechón de pelo sudoroso. Su tacto era suave, familiar. El único hogar que le quedaba.

«Me prometiste», susurró ella, y en su voz había el eco de quince años de promesas rotas y noches en vela. «Después de París. Me lo prometiste. Que no volverías a ser el muro. Que no volverías a intentar cargar con todo el cielo tú solo».

La miró, y en ese momento, las máscaras cayeron. No era el Magister. No era el Ancla. Era solo Elric. Y en sus ojos, ella vio una sinceridad tan pura y agotada que le rompió el corazón.

«Y rompí esa promesa», admitió él, su voz apenas un murmullo. «Me vi allí, en esa caverna… Vi la luz cayendo, y solo pude pensar en ellos. En Zeffir, en Calden, en Elène… Sentí que estaba pasando otra vez. Y no pude soportarlo». Hizo una pausa, tomando su mano con la suya, la que no estaba en el cabestrillo. «Pero me equivoqué en una cosa. Y tú también».

Ella lo miró, confundida.

«Esta vez…», dijo él, una pequeña y genuina sonrisa formándose en sus labios. «Esta vez no volví solo. Los chicos me trajeron de vuelta. Fékio… me sacó del fuego».