“El Silencio de un Amigo”


Hay lugares en Nueva Babilonia donde el tiempo se detiene. No por la tecnología de estasis, sino por el peso de la memoria. El Memorial de los Caídos, en los tranquilos jardines exteriores de la Noctara de Berlín, era uno de esos lugares. Un espacio abierto, diseñado con una geometría solemne, donde hileras de placas de granito negro se alzaban del césped perfectamente cortado. Cada placa, un nombre. Cada nombre, una melodía interrumpida.

La lluvia artificial, que había sido la banda sonora de la rebelión, había cesado. Ahora, un sol artificial de tarde proyectaba largas sombras a través de las hileras de piedra, pintando el paisaje con tonos de melancolía y una frágil esperanza. El aire estaba en calma.

Fékio y Liesel estaban de pie, en silencio, frente a una de las placas más nuevas. La piedra aún olía a recién pulida. En ella, grabadas con una elegancia austera, estaban las palabras:

Percutor FRANZ RICHTER

"Una nota fuerte en la sinfonía del deber"

A su alrededor, un pequeño grupo de otros jóvenes Compositores, rendían sus respetos. Algunos dejaban una flor. Otros simplemente permanecían en silencio, sus uniformes oscuros un solemne contraste con el verde del jardín. Eran los miembros de una orquesta rota, aprendiendo a llorar sin el consuelo de una elegía.

Liesel estaba más serena de lo que Fékio la había visto nunca. La caótica tormenta de sus pensamientos, ahora de vuelta tras el milagro, parecía haberse calmado, atemperada por el peso del duelo. Ya no era la recluta ansiosa. En sus ojos de avellana había una tristeza profunda, sí, pero también una nueva y silenciosa fortaleza.

«Sabes…», comenzó ella, su voz apenas un susurro que no perturbaba la quietud. «Siempre se hacía el duro. El estoico. El que seguía el protocolo al pie de la letra, el que me regañaba por no limpiar mi instrumento correctamente». Una pequeña y triste sonrisa se dibujó en sus labios. «Era exasperante. Pero en sus pensamientos… era donde realmente vivía».

Hizo una pausa, mirando la fría piedra. «En su cabeza, tú eras su héroe, Fékio. Te admiraba con una intensidad que nunca se habría atrevido a admitir en voz alta».

Fékio escuchaba, su rostro impasible, su mirada perdida en el nombre grabado. Sus manos, sin embargo, delataban su emoción. Una apretaba con fuerza el mástil del Sacro Elène, su fiel y ahora cicatrizado compañero. La madera restaurada se sentía diferente, como un hueso que ha sanado mal, pero más fuerte en la rotura. La otra mano estaba cerrada en un puño a su costado.

«Le fascinaba», continuó Liesel, sus palabras ahora un torrente suave de recuerdos. «Le fascinaba cómo podías ser tan poderoso, tan… musicalmente perfecto, y a la vez, parecer tan fundamentalmente triste. Decía que no eras una marcha heroica, ni una fanfarria triunfal. Decía que eras una balada. La balada perfecta, tocada en una clave menor, que habla de la belleza que solo se encuentra en la pérdida».

La descripción era tan precisa, tan poética, que desarmó a Fékio. ¿Así lo veía Franz? ¿Así lo veían todos? Como una tragedia andante. Quizás tenían razón.

«Siempre usaba su supresor para tener ‘paz’ de mis pensamientos», dijo Liesel, una lágrima solitaria finalmente rodando por su mejilla. «Pero lo que realmente quería era paz de los suyos. Pensaba demasiado. Se preocupaba demasiado. Por mí. Por el equipo. Por este mundo de locos. Sentía el deber como un dolor físico».

La culpa era una nota amarga en la garganta de Fékio. Recordó la batalla. El sacrificio. Franz interponiéndose entre el Penitente y los demás. Había sido un acto tan… de Franz. Predecible en su heroísmo silencioso.

«La noche antes de que todo se fuera al infierno en Roma», susurró Liesel, «tuvimos una de nuestras típicas discusiones. Yo estaba asustada. Él me dijo que dejara de pensar en sobrevivir. Que pensar en el futuro era un lujo». Levantó la vista hacia Fékio. «Me dijo que su vida no la entregaría por el Comité. Ni siquiera por Nueva Babilonia, con sus mentiras y su gloria falsa. Me dijo que, si caía, su sacrificio sería por la posibilidad de que gente como tú y yo, los raros, los desafinados… pudiéramos, algún día, tocar una canción que no fuera de guerra».

Esas palabras. Golpearon a Fékio con la fuerza de una onda de choque. Sintió el peso del legado de Franz, no como una carga, sino como… una herencia. La muerte de su amigo no solo había sido una tragedia que lo atormentaría para siempre. Había sido un catalizador. Un sacrificio que le había dado el propósito que le faltaba, la claridad que necesitaba para enfrentar a esa criatura en la basílica. Franz, en su último acto, le había dado la clave para desentrañar su propio Réquiem.

Lentamente, Fékio extendió una mano y la posó en el hombro de Liesel, un gesto torpe pero sincero de consuelo. Luego, se giró hacia la placa. Su mano enguantada se levantó y tocó el nombre frío, grabado en la piedra. "Franz Richter".