“Diálogo en una Jaula Dorada”


En el corazón de la Torre Volker, en un nivel tan profundo que el sonido de la ciudad de arriba era solo un recuerdo lejano, existía una habitación que no figuraba en ningún plano. No era una celda. Las celdas eran para criminales comunes. Esto era una jaula de oro, diseñada para contener a un dios caído.

Freya Volker no estaba en una prisión. Estaba en una sala de estar. Una exquisita y lujosa sala de estar, decorada con un minimalismo brutalista que era el sello estético de su familia. Un único sofá de cuero. Una mesa de cristal. Y en el centro, una silla de diseño, elegante y cruel. Freya estaba atada a esa silla. Las correas de sujeción eran de una aleación plateada, y en sus muñecas y cuello, los supresores titilaban con una luz azul, negándole cualquier acceso a la Sonata, la herramienta con la que había intentado reescribir europa. No había ventanas. La única salida era una puerta monolítica de titanio.

A pesar de todo, estaba impecablemente vestida con un traje de seda. Su cabello recogido en un peinado perfecto. Observaba la pared en blanco frente a ella no con desesperación, sino con el aburrimiento distante de una reina exiliada en una isla sin súbditos.

La puerta de titanio se deslizó a un lado con un siseo pesado, rompiendo el silencio calculado de la habitación. Argent entró. Su rostro, como siempre, era una máscara de neutralidad, pero sus hombros cargaban con una nueva y pesada autoridad. La puerta se cerró tras de él, el sonido de la cerradura magnética un clic definitivo. El carcelero había llegado a visitar a su prisionera.

Freya lo observó, una lenta y burlona sonrisa dibujándose en sus labios. «Vaya, vaya», dijo, su voz una melodía suave de ironía. «Miren lo que trajo el gato. El héroe del pueblo. El traidor que salvó el día calculando mal sus propias apuestas. ¿Cómo se siente, hermanito? ¿La corona del mártir pesa mucho sobre esa cabeza tan... lógica?».

Argent no reaccionó a la provocación. Se acercó, sus pasos medidos y silenciosos sobre la alfombra. Se detuvo a una distancia segura, observándola no como a una hermana, sino como a un problema que debía ser analizado.

«Nuestra reputación está en ruinas», dijo, su voz tan fría como el acero de las paredes. «El nombre de la Casa Volker es ahora sinónimo de traición y genocidio. El Alto Consejo está en sesión permanente, tratando de contener el daño. El Comité de Defensa nos mira con un odio que podría cortar diamante. Nuestro padre…», hizo una pausa, y su tono se endureció casi imperceptiblemente, «…está descontento». Miró alrededor de la lujosa celda. «Y todo por tu melodrama, Freya. Por tu incapacidad de mantenerte fiel al guion original».

Ella soltó una carcajada. No fue un sonido de alegría, sino uno de puro y amargo desdén. «¡Mi ‘melodrama’, querido Argent, casi nos da el control absoluto! ¡Casi logramos la purga perfecta, la sinfonía definitiva! Fue tu lógica sentimental, tu repentina e ineficiente crisis de conciencia en Roma, tu incapacidad para aceptar un sacrificio necesario… fue tu duda la que desafinó el acorde en el último movimiento».

Se miraron, dos depredadores de la misma sangre, dos caras de la misma moneda. Él, el pragmático que creía en el control a través de la lógica. Ella, la idealista que creía en el control a través de la perfección.

«El plan era elegante, Argent. Silencioso», continuó ella, su voz ahora un susurro conspirador. «Nadie tenía por qué sufrir innecesariamente. Un reinicio limpio. Pero tuviste que intervenir. Tuviste que jugar a ser el héroe moral, entregarle a Damonth la clave. Y míranos ahora. Atrapados en una vulgar batalla de trincheras políticas, cuando podríamos estar supervisando el amanecer de una nueva era».

«Una era construida sobre los cadáveres de nuestra propia gente», replicó él.

«El progreso siempre exige un precio», dijo ella. «Es una ley fundamental. Una que tú, en tu momento de debilidad, olvidaste».

Argent se paseó por la habitación, sus manos entrelazadas a la espalda. «No fue debilidad. Fue una corrección de rumbo. Tu plan se había vuelto ruidoso. Grandilocuente. Predecible. Estabas tan enamorada de tu propia partitura que no te diste cuenta de que la orquesta entera estaba a punto de rebelarse. Yo no los salvé a ellos, Freya. Intenté salvarnos a nosotros. A la familia. Al legado».

«¿Y lo conseguiste?», preguntó ella con un sarcasmo venenoso. «¿Cómo va esa tarea, Argent? ¿Te aplauden en los pasillos por traicionar a tu propia sangre para salvar la institución que ahora quiere nuestra cabeza en una pica?».

La conversación no era la de dos hermanos discutiendo. Era la de dos estrategas analizando una partida perdida, cada uno culpando al otro del error fatal. Hablaban de lealtad, de familia, de poder, no como conceptos emocionales, sino como variables en una ecuación que había resultado en un fracaso catastrófico.

Argent se detuvo. Sabía que esta conversación no llevaba a ninguna parte. La lógica de Freya estaba tan sellada sobre sí misma como esa habitación. Se giró para irse. No tenía nada más que decir.

«Argent».