“Lacrimae Rerum”


El Apocalipsis había sido pospuesto, no cancelado. Una verdad que en Berlín se vivía como un tenso silencio de guerra fría, pero que en Roma se ignoraba con un encogimiento de hombros y otra copa de vino. La Ciudad Eterna había visto caer imperios, había sido saqueada por bárbaros, había sobrevivido a plagas y papas corruptos. Un intento de genocidio sónico orquestado por fanáticos tecnológicos era, en la gran partitura de su historia, simplemente otra estrofa dramática.

Habían pasado varias semanas, y la Noctara de Roma, a diferencia de la paranoica y silenciosa Berlín, se reconstruía a sí misma no con una eficiencia metódica, sino con un caos vibrante y desafiante. Los autómatas de Melpómene, ahora reprogramados como una fuerza de reconstrucción, levantaban vigas de acero con la misma gracia coreografiada con la que habían masacrado Penitentes. Pero eran los romanos los que le daban vida al proceso.

Por todas partes, la normalidad regresaba con una velocidad casi insultante. Un café improvisado, con una máquina de espresso milagrosamente intacta, ya había abierto junto a los restos de una barricada de la Tonstaffel, sus mesas y sillas cojeando sobre el pavimento roto. Los ciudadanos, de vuelta en las calles, no caminaban en un silencio traumatizado; gesticulaban, discutían a gritos sobre los precios de los materiales de reconstrucción, negociaban el espacio para sus puestos de mercado entre las ruinas y vivían. Vivían con una pasión que parecía negar activamente la catástrofe que acababan de sobrevivir. Era la resiliencia en su forma más ruidosa y caótica.

Y en medio de este renacimiento operístico, la Orquesta de Roma patrullaba.

O, al menos, esa era la orden oficial.

«¡No, signora, no puede usted poner su puesto de limoncello aquí! ¡Esta es una zona de acceso restringido para los vehículos de reconstrucción!», exclamaba Enzo Bellini, su uniforme de Magister Mayor impecable a pesar del polvo, intentando razonar con una anciana que lo miraba con el desdén de quien ha visto pasar a siete emperadores.

«¡Mi familia ha vendido limoncello en esta esquina desde antes de que tu bisabuelo aprendiera a afinar un violín, bello ragazzo!», replicó ella. «¡Quita tu barricada de mi puesto!».

Isabella Sforza, a su lado, observaba la escena con una calma estoica, su elegante abrigo de uniforme sin una mota de polvo. No intervenía. Simplemente observaba, como si estuviera en un zoológico. A unos metros, Fiorell Ricci intentaba ayudar a levantar el toldo caído de un puesto de flores, flirteando descaradamente con el hijo del florista en su mezcla única de italiano y español. «¡Así, tesoro, un poco más a la izquierda! ¡Perfetto! ¡Tu sonrisa es más brillante que un Do di petto de Pavarotti!».

Su "patrulla" era menos una operación militar y más una mediación de disputas vecinales a gran escala. Y de alguna manera, funcionaba. Enzo, con su carisma de empresario experimentado, lograba convencer a la anciana de mover su puesto dos metros a la derecha, sellando el trato con la compra de dos botellas. Isabella, con su sola y silenciosa presencia, intimidaba a dos comerciantes que discutían por un palé de ladrillos. Y Fiorell… Fiorell simplemente hacía que todos se olvidaran de sus problemas con su energía contagiosa.

«¿Ves, Enzo?», dijo Fiorell, acercándose mientras saltaba sobre una pila de escombros. «¡Pace e amore! ¡Paz y amor! ¡Así se reconstruye una ciudad!».

«A este ritmo, reconstruiremos Roma justo a tiempo para el próximo fin del mundo», suspiró Enzo, guardando las botellas de limoncello en un bolsillo interior de su abrigo. «Vamos. Todavía tenemos que revisar el perímetro sur, cerca de la arena».

Continuaron su camino, un trío tan improbable como la ciudad que protegían. En su ruta, pasaron por las ruinas de un café donde un anciano tocaba un acordeón. La melodía era triste, una vieja canción popular llena de amor perdido y nostalgia. Y la gente, los obreros, los comerciantes, se detuvieron. Y por un instante, escucharon. Y algunos, cantaron. Fue un momento de una belleza tan simple y tan profunda que incluso Enzo se detuvo, conmovido. La música había vuelto a Roma. No la Sonata. Música de verdad. La que nace del alma.

Fue entonces cuando la mirada de Enzo se dirigió más allá de la plaza, hacia la silueta familiar en el horizonte. O, mejor dicho, hacia la parte de la silueta que faltaba.

Su rostro, que había recuperado su encanto carismático, se descompuso. La sonrisa se desvaneció. El color desapareció de sus mejillas. Parecía un hombre que acababa de ver un fantasma.

«No…», susurró. «No puede ser».

Comenzó a caminar, primero lentamente, luego más rápido, hasta que casi estaba corriendo. Isabella y Fiorell lo siguieron, confundidos.

«Enzo, ¿che succede?», preguntó Fiorell.