Cuarenta y seis segundos antes de la activación del Acorde de Pureza. Sala de Servidores. Nivel 118.
Brenna no estaba luchando. No había visto la confrontación final. Había ignorado las palabras desesperadas, los sacrificios, la ópera trágica que se desarrollaba pisos más arriba. Su guerra era diferente. Una guerra librada contra el tiempo, contra la lógica de una máquina y contra su propia y parpadeante conexión con la Sonata. Desde que habían entrado en la torre, se había desviado hacia la sala de servidores principal, su verdadero objetivo.
Su mente era una tormenta de datos. La terminal frente a ella era un campo de batalla de líneas de código, encriptaciones y barreras de seguridad diseñadas por la mente más fría de su generación. Era el cerebro de la bestia, y ella estaba intentando darle una jaqueca mortal.
Afuera, en el pasillo, se libraba una guerra a la antigua usanza. Weber, con un puñado de los veteranos más leales, había formado una barricada humana frente a la puerta de la sala de servidores. Usaban archivadores volcados y paneles de pared arrancados como cobertura, respondiendo al avance implacable de la élite de la Tonstaffel. La disonancia del acero era ensordecedora.
«¡BRENNA!», rugió Weber por encima del estruendo, su rifle Pacificador escupiendo fuego. Un proyectil enemigo vaporizó parte de su cobertura. «¡SEA LO QUE SEA QUE ESTÉS HACIENDO, MÁS TE VALE QUE LO HAGAS RÁPIDO! ¡NOS ESTAMOS QUEDANDO SIN MUNICIÓN Y SIN TIEMPO!».
«¡Cállate y sigue disparando, viejo llorón!», respondió ella, sin apartar la vista del torbellino de código. «¡No se puede apresurar el arte!».
No estaba simplemente hackeando. Estaba componiendo. Utilizando la precaria conexión con la Sonata Pura de Roma que su equipo había logrado triangular, y los datos que Argent le había proporcionado a Elric —una ironía que casi le hacía reír—, había encontrado una fisura. Un único error de lógica en la obra maestra de Freya Volker.
«La retaguardia está a punto de caer… ¡nos están flanqueando!», gritó la voz de un Compositor por el comunicador, seguida de un grito ahogado y el sonido de estática.
«Lo tengo», susurró ella para sí misma. Y luego gritó, una euforia salvaje en su voz: «¡Weber! ¡Escúchame! ¡El Acorde de Pureza, es un código de selección genética! ¡Se basa en una definición perfecta del genoma humano activo! ¡Busca ‘errores’, disonancias, para borrarlos!».
«¡¿Y ESO EN QUÉ NOS AYUDA, MUJER?!», vociferó Weber, mientras otro de sus hombres caía.
«¡Porque no existe una definición perfecta!», gritó ella, sus dedos volando, introduciendo el archivo de datos que habían recuperado del "milagro" de Roma, la firma sonática de la Sonata Pura. «¡Le estoy enseñando al sistema su propio origen! ¡La mutación, la imperfección, el caos… ¡no son errores en la partitura! ¡SON LA MALDITA PARTITURA! ¡Le estoy demostrando que, para ser perfectamente puro según sus propios parámetros, tendría que borrarse a sí mismo!».
«¡NO ENTIENDO NI UNA MALDITA PALABRA, PERO MÁS TE VALE QUE FUNCIONE!», rugió Weber, antes de que una explosión sacudiera la puerta.
La ola silenciosa los alcanzó.
Weber se detuvo a mitad de un disparo. Miró su mano. Se estaba volviendo translúcida. El metal de su rifle se disolvía en notas de luz. Se giró, sus ojos encontrando los de Brenna a través de la puerta rota, y le dedicó una última y cansada sonrisa. «Brenna…», susurró, y esa fue su última palabra.
Ella lo vio. Vio a los valientes soldados que le habían comprado esos preciosos segundos desvanecerse en el aire. Y sintió su propio cuerpo comenzar a deshacerse. La sensación era de una calma aterradora, una paz que lo disolvía todo. La disonancia de su alma, finalmente, estaba siendo afinada, borrada.
Sus brazos se volvieron luz. Sus dedos, meras notas musicales. Y con su último vestigio de existencia física, con el último gramo de su voluntad indomable, extendió un único dedo. Un dedo imperfecto. La chica rota. La disonancia encarnada. Y lo estrelló contra la tecla "Enter" de la terminal.
La pantalla emitió un único mensaje.