La victoria, al final, tuvo un sonido. Y no fue el de la Sonata. Fue el sonido de cientos de copas de cristal chocando en un brindis caótico. El de la música de bandas Pre-Sonáticas a un volumen obsceno saliendo de los altavoces de la sala principal del Comité de Defensa. Y, sobre todo, fue el sonido de la risa. Una risa genuina, ruidosa, casi histérica. La risa de gente que había caminado por el valle de la sombra de la muerte y había regresado para contarlo.
La celebración en Berlín no fue un evento formal. Fue una explosión. Una catarsis colectiva. La Sala Principal, normalmente un espacio de una disciplina solemne, se había transformado en la taberna más ruidosa del mundo. Compositores de Berlín y Roma, "Sónicos" y "Silenciados" ahora de vuelta a su pleno poder, celebraban juntos por primera vez. Las viejas tensiones, la paranoia, la segregación… todo se había disuelto en el milagro de haber sobrevivido. La cerveza corría como si fuera agua, y el aire olía a victoria.
Y en el centro silencioso de este huracán de júbilo, se sentaba la improbable arquitecta de ese milagro.
Brenna.
Estaba en una mesa en un rincón, con los pies apoyados en una silla, intentando disfrutar de un whisky de contrabando que Weber había conseguido de alguna manera. Aún tenía vendas bajo su uniforme raído, y sus ojos estaban marcados por una fatiga que ninguna cantidad de alcohol podría borrar. Pero estaba viva. Y, para su infinita molestia, era una heroína.
Una y otra vez, su intento de soledad era interrumpido. Compositores de todas las edades y rangos se acercaban a su mesa en una especie de peregrinaje. Un joven Afinador, uno de los que había sobrevivido a la masacre en la Torre, se acercó con los ojos llenos de lágrimas, chocó su copa contra la de ella y solo pudo decir "Gracias" antes de ser arrastrado de nuevo por la multitud. Liesel, ahora inseparable de un Fékio que parecía haber encontrado una nueva y tranquila confianza, se acercó y le dejó en la mesa una porción de tarta de chocolate que había "requisado" de las cocinas del Alto Mando, un gesto silencioso de gratitud.
«¡A Brenna!», gritó un veterano romano, levantando su copa desde el otro lado de la sala. «¡La disonancia más bella de Berlín!».
Ella respondía a cada brindis con un gruñido y un trago de whisky. No sabía cómo manejar la gratitud. La furia, la violencia, la desconfianza… esas eran emociones que entendía, que podía usar. Pero esto… esta ola de respeto y admiración genuina… la hacía sentir incómoda. Expuesta.
Finalmente, un grupo se abrió paso entre la multitud, y su refugio se desvaneció por completo. Eran los veteranos. Weber, borracho, y el resto de los que habían liderado la carga.
Weber, con una rara y amplia sonrisa en su rostro, levantó su copa. El ruido de la sala disminuyó, todos los ojos fijos en ellos.
«HE pronunciado MUUUCHOS discursos en mi VIDA…», comenzó Weber, su voz arrastrándose. «He entregado medallas. He leído elegías. Pero… PERO NUNCA he tenido más honor que al proponer este brindis». Se giró hacia Brenna. «Por la mujer cuya mente es más afilada que su hacha. Por la investigadora que no siguió las órdenes, sino las pistas. Por la soldado que luchó no solo con furia, sino con la lógica más fría que he visto JAMÁS». Hizo una pausa. «Un brindis… ¡POR LA CHICA QUE ROMPIÓ EL SISTEMA CON UN SOLO DEDO! ¡UN BRINDIS! ¡UN BRINDIS CARAJO! ¡ES UNA ORDEN! ¡O LOS VOY A MATAR A TODOS!».
La multitud estalló. Un rugido de pura euforia sacudió el lugar. Copas se alzaron. Gritos llenaron el aire. Antes de que Brenna pudiera protestar, se vio levantada en hombros por Weber y todo el arsenal de veteranos, izada por encima de la multitud como un trofeo de guerra.
«¡BRENNA! ¡BRENNA! ¡BRENNA!», coreaban, su nombre un unísono que retumbaba en las paredes.
Y ella, por primera vez, no supo qué hacer. Miró a la marea de rostros que la aclamaban. No eran sus camaradas. Eran su gente. Vio la gratitud, la alegría. Y en su rostro, normalmente una máscara de caos y sarcasmo, se dibujó una expresión que nadie le había visto nunca. Una mezcla de una incomodidad casi dolorosa, un orgullo que no sabía que podía sentir y una genuina y abrumadora sorpresa. La depredadora solitaria había sido, contra toda su voluntad, adoptada por la manada. Y quizás, solo quizás, no era tan terrible.
Del sonido ensordecedor de la celebración hubo un silencio absoluto de un ascensor en descenso.
El único sonido era el zumbido casi inaudible de los motores electromagnéticos y el clic rítmico, metronómico, de los números de nivel descendiendo en una pantalla digital. El reflejo estaba fijo en la figura imponente del Arcante del Juicio, que había sido el catalizador de la rebelión, ahora se movía de nuevo en la oscuridad, lejos de las celebraciones que él mismo había hecho posibles. El ascensor no se detuvo en los niveles de mando, ni en los de investigación. Siguió bajando. Pasó el Nivel de Archivos Profundos. Pasó el Nivel de Contención de Artefactos. Y siguió.