El tiempo, para la mayoría de los hombres, es una línea recta. Para el Señor Volker, era un círculo. Una composición que se repetía con variaciones cada vez más complejas, pero cuya nota fundamental permanecía inalterada. Varias semanas habían pasado desde la fallida sinfonía de su hija, y él se encontraba de nuevo en el mismo lugar donde todo había comenzado conceptualmente. En su santuario secreto.
El círculo perfecto de obsidiana y acero, bañado en la luz azul y fría de un único sistema de soporte vital. No había ni una mota de polvo fuera de lugar. El orden aquí era absoluto. Perfecto. A diferencia del mundo de afuera.
En el centro, la cápsula. Y dentro de ella, el prisionero. La entidad, lo que quedaba de ella, era una visión aún más perturbadora que antes. Ya no luchaba por mantener una forma humana. Se había rendido a su propia entropía. Era una arquitectura de carne fallida, una escultura de tendones y huesos que se descomponía y regeneraba en un ciclo perpetuo, doloroso e incesante, iluminado por los cables de plata que lo mantenían anclado a una existencia que era una tortura. Era el símbolo perfecto de un plan divino que había salido terriblemente mal. Un dios crucificado en un altar de tecnología.
El Señor Volker estaba de pie frente al cristal, inmóvil como una estatua, observando su propio reflejo superpuesto al del ser deshecho. Dos arquitectos contemplando las ruinas de sus respectivas ambiciones. No había tristeza en su rostro. No había ira. Solo el desapego clínico de un gran maestro analizando una partida perdida para entender dónde, exactamente, había cometido el error de cálculo.
Hablaba en voz baja, no a la criatura, sino a su propio reflejo. A la idea de sí mismo.
«El plan fracasó», comenzó, y su voz no fue una admisión de derrota, sino una simple constatación de hechos, desprovista de emoción. «Mi hija… mi brillante, apasionada y absolutamente predecible Freya. Ha asumido toda la responsabilidad. Ahora es el chivo expiatorio perfecto en todos los titulares». A su lado, un periódico en una mesa, mostrando un titular: “CÉLULA TERRORISTA INTERNA DE LOS VOLKER, DESMANTELADA. LA ADMINISTRADORA FREYA VOLKER, DETENIDA”. Una narrativa conveniente, tejida por él mismo en las horas posteriores al caos para salvar lo que quedaba del legado.
«El nombre de la Casa Volker», continuó, su mirada perdida en la reflexión, «ahora es sinónimo de traición. Cientos de años de poder, de influencia, de orden meticulosamente construido, erosionados en cuestión de meses por un solo error. Un único fallo en la ejecución». Hizo una pausa, y un atisbo de algo parecido a la ironía cruzó su rostro. «Todo por culpa de la misma imperfección humana que intentábamos erradicar».
Se giró, comenzando su lento y medido paseo alrededor de la cápsula, observando a su dios prisionero desde todos los ángulos, como un artista examinando una obra imperfecta.
«Pero…», se preguntó en voz alta. «¿Realmente fracasó? ¿O simplemente actuó como un catalizador inesperado? Un catalizador funcional, aunque… inestable».
Su mente, un laberinto de estrategia y filosofía, repasó los resultados de la catástrofe. El Comité, antes una entidad monolítica, ahora estaba fracturado, su confianza en sí mismo hecha añicos. Los Soundbringers, esos semidioses arrogantes, habían sido humillados, silenciados y luego devueltos a la vida, ahora conscientes de su propia y terrible fragilidad. Y Nueva Babilonia en su totalidad, arrancada de su complaciente sueño de seguridad, era ahora dolorosamente consciente de las delgadas cuerdas sónicas que mantenían unida su realidad.
«Destruimos la vieja armonía, sí», murmuró. «Pero en su lugar, hemos creado… una disonancia interesante. Un nuevo nivel de conciencia. Quizás… quizás este era el resultado necesario desde el principio».
Se detuvo de nuevo frente a la cápsula, mirando directamente a los restos del ser. A los ojos vacíos que parecían contener el eco de un universo.
«Yin y Yang», susurró, y el antiguo concepto Pre-Sonático sonó extrañamente en su boca. «Armonía y disonancia. Orden y caos». Su mirada se volvió más intensa. «Mi hija. Y mi hijo».
«Creímos que podíamos eliminar un lado de la ecuación. Qué arrogancia. Crear una sinfonía de una sola nota como si el silencio mismo no fuera definido por el sonido que lo precede». Sacudió la cabeza, un gesto casi imperceptible de autocrítica. «El orden natural de las cosas no puede desaparecer. El bien y el mal… la luz y la sombra… siempre existirán. No como absolutos morales, sino como contrapuntos necesarios en la composición. Uno no puede existir sin el otro. Quitar la sombra solo demuestra que nunca entendiste la naturaleza de la luz».
Se acercó más al cristal. «Mi hija buscaba eliminar la imperfección. Y en su búsqueda fanática de la pureza, se convirtió en la mayor imperfección de todas. Una nota tan alta y aguda que amenazaba con romper el instrumento entero». Su mirada se suavizó por un instante. «Y mi hijo… mi defectuoso, lógico y predeciblemente imperfecto hijo. En su intento de preservar un equilibrio que ni él mismo entendía, casi lo destruye todo al tomar partido. Ambos fallaron. Ambos extremos del espectro».
Finalmente, posó la palma de su mano enguantada sobre el cristal frío de la cápsula. Pudo sentir la débil, casi imperceptible vibración de la vida torturada en su interior. Una nota constante de sufrimiento silencioso.
«¿No es así, muchacho?», preguntó, y su voz, por primera vez, tenía un matiz de una intimidad casi tierna, y profundamente inquietante. «Tú lo entiendes mejor que nadie, ¿verdad?».