“Rutina de Ciudad”


Salir de mi habitación cada mañana es un acto de valentía que nadie aplaudirá jamás. Es como bajarle el volumen a mi amplificador personal y subirle al del mundo, un mundo cuya canción es una melodía interminable y perfectamente monótona. Al cruzar el umbral, me pongo mis auriculares. Casi nunca escucho música con ellos cuando camino. Son mi escudo. Un contrato social no verbal que dice: "Por favor, no me hables. Estoy en mi propio universo de sonido, del cual tú no formas parte." Es una mentira piadosa, por supuesto. Lo único que escucho es el murmullo amortiguado de mis propios pasos.

La Noctara de Berlín es… perfecta. Y la odio por ello.

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Las avenidas son anchas, flanqueadas por edificios de una arquitectura tan limpia y funcional que duele a la vista. Hormigón pálido, cristal inteligente, líneas rectas. Todo diseñado para ser eficiente, para no ofender, para no tener personalidad. Levanto la vista y ahí está, el cielo nos regala otro perfecto día de postal. Un azul de manual, salpicado de nubes blancas tan bien distribuidas que parecen sacadas de un cuadro. La temperatura es siempre de veintidós grados. El viento es siempre una brisa suave. No hay charcos después de la lluvia, no hay ni un solo graffiti que profane la pureza de las paredes.

Es una canción en Do mayor. Siempre en Do mayor. Sin alteraciones, sin séptimas disminuidas, sin un solo y glorioso acorde de poder distorsionado. Y esa perfección me irrita, me raspa el alma como una uña en una pizarra. Es una ciudad que le tiene miedo al feedback.

Llego a la academia, una estructura aún más impersonal que mi edificio de apartamentos. Me deslizo por los pasillos, intentando fusionarme con el entorno, ser un camuflaje de hormigón andante. Mi objetivo es llegar a mi asiento en la clase de Historia del Viejo Mundo antes de que ella me vea.

Demasiado tarde.

«¡Lena!»

La voz de Klara tiene la potencia y el alcance de una sirena de ataque aéreo. Varias cabezas se giran. Siento cómo mi rostro arde. Me hundo en mi silla, deseando poder activar algún tipo de dispositivo de camuflaje personal.

«¡Ahí estás!», dice, dejándose caer en la silla a mi lado con la gracia de una demolición controlada. Lleva el pelo de un rosa tan vibrante que casi parece emitir su propio sonido. «Estuve hasta las dos de la mañana intentando sacar ese último sweep de la clase de ayer. Mis muñecas me odian. Tienes que enseñarme».

Balbuceo algo que suena vagamente a «fue suerte», mientras miro fijamente mi mesa. Klara es… Klara. Es mi mejor amiga. Y es una supernova social en constante explosión. Atrae la atención como un imán. Es ruidosa, es enérgica, es todo lo que yo no soy. Es el platillo crash de mi silenciosa línea de bajo. A veces me pregunto por qué me eligió como amiga. Supongo que incluso las estrellas de rock necesitan un técnico de sonido taciturno.

A mi otro lado, con un movimiento tan sutil que es casi un arte marcial, se desliza Sophie. Ni siquiera me saluda con palabras. Simplemente levanta una ceja, una expresión que puede significar cualquier cosa, desde "Hola" hasta "El existencialismo es una farsa". Con su chaqueta de cuero negra raída y sus botas, parece fuera de lugar en esta academia impecable. Y sin embargo, nadie se mete con ella. Sophie no se mueve por el mundo; el mundo se aparta a su paso. Sin mirar al frente, desliza su tableta hacia mí. En la pantalla, en un pequeño archivo de texto, están todas las respuestas del examen de historia que tendremos en la siguiente hora. Le devuelvo una mirada que intenta condensar gratitud eterna y pánico absoluto en un solo parpadeo. Ella simplemente asiente, una media sonrisa formándose en sus labios.

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