“Un Acorde del Alma”


En un apartamento lleno de libros y el cálido aroma a café, Elric Damonth se movía con una urgencia que no encajaba con la tranquila luz del amanecer. Acababa de colgar la llamada de Scarlatti. Desesperado.

Se ponía los pantalones, tropezando con una alfombra mientras se ajustaba el cinturón. Corrió a su armario, buscando su viejo uniforme de Magister entre trajes de civil y camisas olvidadas. No estaba.

«¡Nena!», gritó hacia la cocina, usando ese viejo apelativo de su tierra natal. «¿Dónde está mi uniforme?».

«¿El qué?», respondió la voz de Vereth desde el otro lado, amortiguada por el zumbido de la cafetera.

«¡El-uni-for-me-de-ma-gis-ter! ¿¡DÓNDE ESTÁ!?», repitió él, articulando cada sílaba, mientras la alarma del supresor personal vibraba en la mesa de noche, un pitido agudo que taladraba su ya agitada mente. Buscaba como un loco en el armario, sacando cajas y perchas.

«Ah, eso. Lo puse por ahí», contestó ella con una calma exasperante.

«¡¿Dónde es ‘por ahí’?!».

«¿Para qué quieres saberlo?», interrogó ella. Elric, ahora con medio cuerpo dentro del armario, gruñó.

«¡Lo necesito, mujer! ¡Los chicos me necesitan!».

«¡Ah-ah!», lo regañó ella, su voz acercándose. «Ni se te ocurra. Nada de hacerte el heroecito otra vez, Damonth. ¿No íbamos a pasear por la Cúpula de Reichstag más tarde?».

«¡Volveré pronto!», gritó él, su voz resonando dentro del armario.

«Soy tu esposa, Elric», dijo ella, su tono ahora suave, pero con un filo de acero. «¡No necesitas a nadie más!».

La luz del amanecer artificial teñía la Noctara de un naranja sutil y melancólico. El Distrito Norte del Coro, usualmente un lugar de cánticos serenos y peregrinaje silencioso, era ahora una zona de guerra. El perímetro estaba cerrado con barricadas y cinta del Comité de Defensa. Compositores corrían de un lado a otro, transportando heridos en camillas. Uno, un joven Afinador, caminaba aturdido, su brazo izquierdo terminando en un corte liso y perfecto, como si nunca hubiera existido. Otros yacían en el suelo, cubiertos por mantas térmicas, desmayados por el puro estrés acústico. Un grupo, más veterano, discutía en voz baja, sus rostros tensos, sus miradas perdidas.

Dejaron de hablar. Voltearon. Un sonido rítmico de botas, seguro y sin prisas, se acercaba por la avenida principal. Dos figuras. Y los veteranos, instintivamente, se hicieron a un lado, ofreciendo un camino. Un rápido y crispado saludo militar.

«Parece que todavía impones respeto, Weber», comentó Damonth mientras caminaba, su uniforme arrugado en contraste con la pulcritud marcial del Señor Weber a su lado.

Weber soltó una risa seca, el sonido como grava removida. «Dudo que sea por mí, Damonth. Tu nombre resuena más fuerte en estas filas que cualquier armónica que yo pueda tocar».

«No te desprecies. Sigues siendo un Magister Mayor».