...la lanza de luz tocó la tierra.
La realidad, la historia y la música simplemente cesaron.
No hubo una explosión. No hubo un estruendo. Solo una onda de puro, absoluto y consumidor silencio blanco que se expandió desde el epicentro del Vaticano. Fue la nota final de una sinfonía, la que devora todos los demás sonidos, dejando tras de sí solo un vacío perfecto.
Estática.
Ese fue el primer sonido del nuevo mundo. El crepitar de una consciencia reiniciándose. Fékio despertó con una bocanada de aire que supo a polvo. Estaba en el suelo de la caverna, el eco de un grito aún atrapado en su garganta. Estaban vivos. Confundidos, desorientados, pero vivos. Elric yacía a unos metros, inmóvil, pero su pecho subía y bajaba en una respiración superficial.
El zumbido constante de la Sonata, ese telón de fondo del universo que había conocido toda su vida, no estaba. El silencio de la caverna ya no era una ausencia de ruido; era una amputación.
«¡Magister!», gritó Fékio, arrastrándose hacia Elric. Su primer instinto fue el de primeros auxilios. Apoyó sus manos sobre el pecho de su mentor, intentando leer sus signos vitales con su firma sonática. No pasó nada. Solo sintió la textura de la tela del uniforme, el calor de la piel. La conexión no estaba. La vibración de su don se había ido, como un nervio amputado que aún dolía. Lo intentó de nuevo, con desesperación, la punta de los dedos buscando un eco, una resonancia familiar. Solo encontró madera muerta en su alma.
«No… no funciona…», susurró Enzo, sus nudilleras de armónica ahora simples trozos de latón sin vida en sus manos.
Weber cerró los ojos, su rostro una máscara de comprensión y pena. Verbalizó la verdad que todos sentían pero nadie se atrevía a nombrar.
«Se ha ido», dijo, su voz grave resonando en el silencio profano. «La Sonata… se ha ido».
Miraron hacia la superficie, y el mapa holográfico de Roma en una de las consolas parpadeantes confirmó la verdad. Los parpadeos rojos de los Penitentes y los blancos de los Serafines se habían desvanecido, como si nunca hubieran existido. Su terrible música se había apagado. Habían sido, después de todo, solo efectos secundarios, un preludio ruidoso y sangriento para el verdadero movimiento final: el gran, terrible y absoluto silencio.
Mientras el horror de la realización se apoderaba del grupo, Argent permanecía aparte. Observaba el dispositivo con el que había entregado el código raíz, su rostro una máscara de impasibilidad. Pero en el fondo de sus ojos verdes, se libraba una tormenta de cálculo helado. Él entendía. Había apostado, y el resultado había sido a la vez una victoria y una catástrofe imprevista. Ahora tenía un nuevo y terrible sentido. Por un instante, una duda casi imperceptible cruzó su mente: ¿Valió la pena el coste? No era una pregunta de heroísmo o remordimiento, sino la fría reflexión de un jugador que había volcado el tablero, sin saber aún si las piezas restantes caerían a su favor.
Arriba, en las calles de Roma, el silencio se había extendido. Fiorell, que había estado dirigiendo la defensa de un punto de control, dejó caer sus estiletes al suelo. Los tocó, los sacudió, pero la música se había ido de ellos. A su alrededor, otros Compositores murmuraban, confundidos, sus rostros pasando del alivio de la supervivencia al terror de la impotencia. Isabella, siempre la estoica, simplemente se quedó mirando sus manos enguantadas, como si pertenecieran a una extraña. La música se había ido, pero el peso del apellido Sforza permanecía.
La Orquesta de Berlín salió del Vaticano, no como un ejército victorioso, sino como los supervivientes de un naufragio. La caminata de regreso a través de la ciudad ahora silenciosa fue un funeral en movimiento. Weber cargaba a un Elric inconsciente sobre sus hombros, un peso físico que no era nada comparado con el peso de lo que habían perdido. Enzo cargaba su Chantepierre, con algo más de esfuerzo que un cadáver.
En las ruinas cerca del Coliseo, encontraron a Melpómene. La Arcante, que momentos antes era una diosa de la destrucción operística, estaba sentada en un trozo de mármol roto. Se había quitado su ridículo sombrero de Napoleón y estaba dibujando círculos sin sentido en el polvo con la punta de un palo.
«Arcante», la saludó Weber, su voz llena de un respeto forzado. Ella no respondió. «Arcante, hemos asegurado el Vaticano. La amenaza… ha cesado».
Melpómene levantó la vista. Su rostro estaba hinchado y manchado de lágrimas y mocos, la imagen de una niña que ha perdido su juguete favorito.