“La Soledad del Retorno”


La misión, como casi siempre, había concluido con un silencio antinatural. No el silencio de la victoria, sino el de una pregunta que se queda sin respuesta.

Dentro del transporte blindado de recuperación, la luz estéril de los paneles de contención bañaba las cinco cápsulas de estasis. Eran blancas, pulcras, e inhumanas. El aire olía a ozono y al antiséptico usado para limpiar la sangre que ya no se veía. El joven Magister permanecía sentado en un banco plegable de metal, el único ser vivo entre los cuerpos inertes. Los insurgentes que había incapacitado hacía unas horas ya no eran simplemente "neutralizados". Estaban muertos. No por su mano. Él había usado fuerza no letal, acordes de contención, la física de su pierna contra la fragilidad del hueso. Pero la muerte, en este mundo, a veces era una elección.

Observó a través del cristal de una de las cápsulas. El rostro del renegado estaba sereno, casi en paz. Excepto por su boca, una mueca de agonía congelada. Se había cortado la lengua con sus propios dientes, ahogándose en una última, silenciosa protesta. Una muerte autoinfligida, una disonancia final.

El vehículo blindado vibraba suavemente. Su travesía a través del Corredor Sonoro era un tránsito entre mundos, un purgatorio de hormigón diseñado para amortiguar los gritos del exterior. El chico sentía cada cambio en la textura del terreno como una nota distinta. Primero, el suelo irregular de las ruinas, un trémolo constante. Luego, el asfalto quebrado de los distritos exteriores, donde el vehículo resonaba con una nota grave y descontenta. Un objeto metálico, quizás una lata, golpeó el casco del blindado. Un sonido agudo, impotente. Un recordatorio del rencor de aquellos que vivían en las afueras, para quienes la Orquesta no era un símbolo de protección, sino de opresión.

Finalmente, el transporte se detuvo con un siseo neumático, y las compuertas traseras se abrieron, revelando el aire sorprendentemente frío y limpio de la zona de acceso a la Noctara de Berlín. Una luz gris, casi melancólica, bañaba el imponente paisaje. Ante él, el Muro. Un cubo de metal y silencio que se alzaba hasta arañar un cielo que no era cielo.

Varios miembros del Comité de Investigación, con sus batas blancas y su aire de impaciencia clínica, se acercaron. No hubo saludos. Solo gestos secos mientras se llevaban las cápsulas con una eficiencia que ignoraba la tragedia que contenían.

El Magister descendió. A sus espaldas, la línea divisoria del caos y el orden. Delante, la recepción de acceso. Un arco de cristal y acero que parecía la boca de una bestia arquitectónica. Caminó hacia él, pasando junto a otros Compositores que regresaban o partían; algunos cargando cajas de suministros, otros atendiendo a heridos, la mayoría con la misma expresión de fatiga contenida.

En el puesto de control, el personal administrativo, con sus uniformes impecables, operaba con la precisión de un metrónomo.

«Identificación militar y licencia de instrumento», dijo una funcionaria, su voz un perfecto ejemplo de la neutralidad entrenada.

El chico extrajo sus documentos. El laminado de la identificación estaba ligeramente desgastado en los bordes. Se la entregó. La mujer la escaneó, sus ojos plateados sin registrar nada más allá de los datos en la pantalla.

«Magister Bajo Fékio Scarlatti. Bienvenido de vuelta. Su pase para el ala sur de la región de contención ha sido aprobado. Puede dirigirse a los cuarteles de su Comité».

«Gracias», respondió él, su propia voz sonándole extraña después del silencio del viaje.

Los cuarteles del Comité de Defensa eran una declaración de poder. Un laberinto de pasillos de mármol y titanio, tan imponentes como la catedral de una religión olvidada. Compositores de todos los rangos se movían con un propósito incesante, sus pasos creando una polifonía de ecos disciplinados. Algunos se detuvieron al verlo pasar, sus miradas conteniendo una mezcla de respeto y curiosidad por el prodigio que había ascendido tan rápido. No les prestó atención.

Subió varios niveles hasta llegar a los cuarteles superiores, la zona reservada para la élite. Las puertas, adornadas con el emblema de un águila estilizada aferrando la música, se abrieron para él.

La sala de la Orquesta estaba casi vacía. La tensión de una misión inminente o de un informe pendiente había sido reemplazada por una extraña calma. En una esquina, el sonido rítmico de una llave inglesa ajustando un tornillo rompió el silencio. Una mujer, con su cabello negro y asimétrico cayéndole sobre el rostro, estaba arrodillada junto a su moto. Estaba desmontando parte del motor con una concentración feroz, vistiendo su habitual camisa gris y pantalones tácticos, ignorando las manchas de grasa en sus manos y frente. Nadie quiso preguntar cómo había logrado subir una moto hasta el piso treinta de la estructura más segura de Nueva Babilonia.

«¡Eh, Magister! Pásame la dinanométrica», dijo sin levantar la vista, señalando con la barbilla una caja de herramientas abierta.

Fékio tomó la herramienta y se la entregó. Brenna la agarró, y al incorporarse, se limpió una gota de sudor de la frente con el borde de su ropa, un gesto tan despreocupado que Fékio apartó la vista instintivamente, un solo contacto visual con su escote y no volverá ver la luz del día.