El viaje de regreso a Berlín no fue un viaje en absoluto. Fue una procesión fúnebre.
El interior del transporte blindado de alta velocidad, normalmente un espacio de tensa anticipación o alivio exhausto, se había transformado en un mausoleo rodante. Las luces blancas del compartimento principal eran frías, inmisericordes, iluminando cada rostro con el brillo de una morgue. El aire, filtrado y estéril, olía a nada. Y ese era el problema. No había ecos. No había zumbidos subsónicos de instrumentos en reposo. No había el murmullo de firmas sonáticas en conflicto o en armonía. Por primera vez en la vida de todos los presentes, el silencio no era una ausencia de ruido. Era una presencia. Una cosa tangible y sofocante que se aferraba a sus gargantas y llenaba sus oídos con el sonido de su propia y repentina insignificancia.
Los supervivientes, un mosaico de uniformes berlineses y romanos, estaban sentados en los bancos de metal, dispersos, cada uno perdido en su propia isla de silencio. Nadie hablaba. ¿Qué había que decir? Eran los músicos de una orquesta que había perdido su sonido. Los soldados de una guerra cuyo lenguaje ya no entendían. Se habían convertido en fantasmas, acechando los ecos de lo que solían ser.
Se podían ver los gestos, los tics nerviosos de un poder amputado. Un violinista romano, un veterano con una cicatriz que le cruzaba la cara, sostenía su arco. Sus dedos, callosos por una vida de práctica, se movían instintivamente sobre las cuerdas de su instrumento, buscando una melodía que ya no vivía allí. No hubo sonido, salvo el áspero y seco chirrido del crin de caballo contra el alambre de metal. Era el sonido de un grito sin voz, de un recuerdo negándose a morir. Cerró los ojos, su rostro una máscara de dolor, y dejó caer el arco, que rebotó en el suelo metálico con un clac patético y final.
En otra esquina, un percusionista, un hombre corpulento cuya energía parecía emanar de los tambores de guerra que ahora estaban en silencio a sus pies, golpeaba rítmicamente el parche con la punta de sus dedos. Tap. Tap-tap. Tap. No era música. Eran los latidos del corazón de un hombre buscando un pulso que había desaparecido del universo. Cada golpe era hueco, un sonido sordo que era absorbido por el silencio opresivo del transporte, una súplica que nadie escuchaba.
Fékio estaba sentado solo, lejos del resto. A su lado, apoyado en el asiento vacío, estaban los restos del Sacro Elène. La fractura que había sufrido durante el milagro forzado en la basílica había sido… remendada. Los técnicos del Comité, en un acto de respeto casi religioso, habían unido las piezas con resina y grapas de titanio, pero ahora no era más que un hermoso cadáver. Una cicatriz de madera. Intentó sentir algo. Cerró los ojos y buscó esa conexión, ese hilo de resonancia que lo había unido a su madre toda su vida. No encontró nada. El instrumento era una pieza de madera fría y muerta. Recordó, con una claridad dolorosa y fugaz, la sensación de la guadaña en sus manos, el poder absoluto de su Réquiem, el ritmo del metrónomo de su alma. ¿Había sido real? ¿O solo un sueño febril antes del despertar a esta pesadilla de silencio? Había encontrado su propia canción, solo para que se la arrancaran en el momento de su nacimiento. Se sentía despojado, más vacío que nunca. Era un director sin orquesta, un compositor sin sonido, un final sin su pieza musical.
Frente a él, Liesel lo observaba. No se había movido desde que subieron al transporte. Sus manos descansaban sobre su regazo, inmóviles. Fékio había pasado tanto tiempo acostumbrándose al caótico y constante coro de sus pensamientos que su silencio ahora era una ausencia casi física. Era la primera vez en años que ella experimentaba una calma mental absoluta, un mundo sin la cacofonía de las emociones ajenas. Pero no era paz. Era desolación. Sentía su mente como una habitación vasta y vacía, una de la que se habían llevado todos los muebles, dejando solo el eco de lo que había estado allí. ¿Dónde estaba la ansiedad del recluta a su lado? ¿La pena del veterano del frente? ¿La rabia contenida de Fékio? No había nada. Solo ella. Y el peso insoportable de sus propias y silenciosas emociones, el dolor por Franz, ahora desnudo y sin filtro, la consumía. Antes, temía hablar. Ahora, sin el escudo del ruido ajeno, se daba cuenta de que ya no sabía qué decir. Su silencio era tan nuevo y tan aterrador como la pérdida de la Sonata.
En un compartimento más privado, la vieja guardia velaba su propia pérdida. Enzo, despojado de su carisma habitual, miraba por la única ventana blindada. El paisaje de una Roma Nocturna, ahora patrullada por los autómatas absurdos de Melpómene, pasaba como un sueño borroso. La ciudad por la que habían sangrado, por la que casi habían muerto, ahora estaba "en paz" bajo la dirección de una loca. Una ironía tan amarga que casi le hacía reír. Pero no tenía la fuerza. Se sentía viejo.
Weber no decía nada. Con una delicadeza que contradecía sus manos de soldado, estaba limpiando algo. La zanfona de Elric. El Chantepierre. Había sido recuperado del epicentro, chamuscado pero intacto. Lo limpiaba con un paño, puliendo las teclas de marfil, tensando las cuerdas vendadas, un gesto inútil. El instrumento, como todos los demás, estaba mudo. Pero para Weber, era más que eso. Era cuidar de una parte de su amigo, del hombre que ahora yacía en estasis en el compartimento médico, atrapado en una tormenta silenciosa dentro de su propia mente. Era un acto de fe. Una oración laica.
Enzo finalmente apartó la vista de la ventana. Observó a Weber. Y el silencio se rompió, no con un grito, sino con un susurro lleno de la ceniza de la derrota.
«Nunca vi una victoria», murmuró el León de Roma, su voz una sombra de sí misma. «Nunca vi una victoria que se sintiera tanto como una derrota».
Weber no levantó la vista. Continuó con su labor silenciosa.
«Es porque no fue una victoria, Enzo», respondió, su voz grave como la piedra. «Fue una tregua. Y la hemos pagado con nuestra alma».