La luz anaranjada del amanecer artificial de KAIROS se derramaba sobre el distrito, una bendición cromática que no lograba ocultar las cicatrices de la noche anterior. El Distrito del Coro se había transformado en un campamento de avanzada, un bastión improvisado contra un enemigo que no tenía rostro ni ejército. Las barricadas del Comité de Defensa, erigidas con una eficiencia brutal, parecían jaulas diseñadas para contener un fantasma. La atmósfera era una sinfonía de agotamiento y paranoia, cada Compositor una nota de tensión sostenida.
Franz, con una madurez forzada en sus jóvenes facciones, se movía entre sus tropas diezmadas, ofreciendo palabras de aliento y analgésicos sónicos. Mantenía alta una moral que, en realidad, ya no existía. Cerca, Liesel estaba sentada en los escalones de una capilla menor, en un silencio casi catatónico. Ya no temblaba. Su "don", esa ventana abierta de su mente, se había cerrado de golpe, una defensa instintiva contra un horror que ninguna palabra podía describir. Era un instrumento silenciado.
En una sala requisada que ahora servía de puesto de mando, Fékio limpiaba metódicamente su instrumento, el movimiento repetitivo siendo un ancla en la tormenta de sus pensamientos. Brenna, por su parte, devoraba unas frituras con un apetito desafiante, revisando los datos en la pantalla de su moto. Y Argent hablaba por un comunicador seguro, su voz un susurro frío. «...no es una insurrección. Es… una conversión. Entendido. No, esto no debe hacerse público. Hay que persuadir a la prensa hasta nuevo aviso».
El sonido de dos pares de botas interrumpió la frágil rutina. Elric Damonth y el Señor Weber entraron, sus rostros marcados por la gravedad de la noche sin sueño.
«Acabo de hablar con la monja de la catedral», comenzó Elric, sin preámbulos. Su voz era tranquila, pero llevaba el peso de una puerta cerrándose. «Considera lo de anoche una revelación divina. Una evolución. No nos ayudará. La información que tenemos es la única que tendremos».
«El Comité Administrativo no lo ve así», replicó Argent, terminando su llamada. «Exigen una cuarentena total y han autorizado un protocolo de purga para todo el distrito. Lo ven como una insurrección ideológica de alto nivel».
«Purgar lo que no entendemos es firmar nuestra propia sentencia de muerte», dijo Elric, su voz resonando con una calma peligrosa. «Nos convertiría en los monstruos que decimos combatir. Brenna, ¿tus análisis?».
Brenna dejó de comer. Sus ojos, normalmente llenos de un caos burlón, ahora tenían la agudeza de un forense. «El origen es sin duda humano. Lo he cruzado con todas las bases de datos de firmas sónicas. No hay un emisor claro, no hay una máquina, no hay una fuente de energía. Es… memético. Es como intentar rastrear el eco de una palabra. Una vez dicha, se autorreplica en mentes susceptibles, usando su propia fe como catalizador».
«Una plaga para el alma», murmuró Weber, su mano sobre la armónica de cristal en su bolsillo. «He visto algo parecido en las viejas guerras, Elric. Ideas que se convertían en veneno. Pero nunca a esta escala. Nunca con este poder».
«Suficiente filosofía», cortó Argent. «Un arma memética sigue siendo un arma. Y las armas se neutralizan. La purga es la única respuesta lógica ante una amenaza que no podemos aislar».
Estaban a punto de estallar. La lógica fría del burócrata contra la sabiduría cansada del veterano.
Fue entonces cuando el comunicador de Argent emitió una alerta. No una llamada, sino una notificación de texto clasificada, parpadeando en un rojo urgente.
«Brecha de contención confirmada», leyó Argent, su rostro palideciendo casi imperceptiblemente. «Sección de Investigación Biológica-Sónica B-7. Sellado completo. Protocolo de Contención Alfa activado». Hizo una pausa, su mirada encontrando la de Brenna. «Sin supervivientes confirmados».
Brenna se quedó helada, las frituras olvidadas en su mano. «¿B-7? Imposible. Ese sector es un búnker. Está exclusivamente aislado. Se necesitaría un ataque de la propia Orquesta para abrir una brecha».
Un recuerdo, una conexión disonante, se formó en la mente de Fékio. Se levantó.
«Los insurgentes de mi misión…», dijo, su voz atrayendo la atención de todos. «El equipo de recuperación que se los llevó… Eran de B-7».
El silencio que siguió fue atronador.