“Silencio Ascendente”


La guerra, como la música, se compone de movimientos. Hubo la obertura de la sospecha, el allegro brutal de la batalla, y ahora, había llegado el adagio. Un momento de calma suspendida en el corazón de la tormenta, donde cada jugador, desde su rincón del escenario, contenía la respiración, observando la evolución de una nota que nadie había escrito.

El mundo de Freya Volker era un círculo perfecto de obsidiana pulida y luz fría. La sala de control privada no tenía ventanas al mundo exterior; el único mundo que importaba era el que se proyectaba en la pared holográfica de 180 grados que la envolvía. Y en ese momento, su mundo era Roma. Docenas de flujos de datos, vistas de drones y lecturas convergían en una imagen central: la burbuja de luz dorada que envolvía el Vaticano, un sol nacido en las cenizas. No había caos en esta habitación. Solo datos. Fríos. Puros. Perfectos.

A diferencia de los Compositores en Berlín, que corrían por los pasillos del Comité de Defensa presas del pánico, Freya estaba en calma. Observaba la batalla de tres bandas que se desarrollaba en la periferia de la anomalía no con la tensión de una comandante, sino con el interés distante de una mecenas contemplando una actuación callejera particularmente violenta. Cada explosión, cada muerte, era una variable más en su ecuación.

La puerta de la sala se deslizó con un siseo casi inaudible, y la imponente figura de un uniformado entró, su vestimenta negra absorbiendo la luz azul de la sala. Se detuvo a su lado, su casco sin rostro reflejando la guerra holográfica.

«Señorita», dijo su voz modulada, desprovista de emoción. «Informe de Roma. El equipo de contención del Administrador Volker ha fracasado. Son incapaces de aislar o suprimir la anomalía. El campo de resonancia es inmune a nuestros supresores y fluye a través de los campos de estasis como si no existieran. El activo permanece... incontrolable».

Freya no se giró. Sus ojos permanecieron fijos en la luz dorada. Una leve, casi imperceptible sonrisa se dibujó en sus labios. «Fracaso, Conductor. Qué palabra tan dramática. Sobretodo imprecisa». Se levantó y caminó lentamente hacia el holograma, sus dedos rozando la luz inmaterial de la Roma en llamas.

«Mi hermano no está allí para contenerla», dijo suavemente. «La contención nunca fue el objetivo. Sería como intentar atrapar una melodía en un frasco. Inelegante. Ineficiente. El pobre cachorro solo necesitaba una prueba de confianza… Y mucho más después de la decepción que tuvo».

«Entonces, ¿cuál era su directiva principal?», preguntó el soldado, su postura inalterada, pero su silencio lleno de una pregunta que exigía ser respondida.

«El Cántico Cismático, nuestra gran obertura, fue una obra maestra de fuerza bruta», explicó Freya, su tono ahora el de una profesora exponiendo una tesis. «Poderoso, sí. Efectivo para generar el caos necesario. Pero era imperfecto. Horrible. Bárbaro. Un acorde disonante en su núcleo. Carecía de un alma verdadera, de una armonía fundamental que lo hiciera irresistible. Era un arma. Y las armas pueden ser resistidas». Se detuvo, sus ojos brillando con una luz fanática. «Pero esto… esta ‘Sonata Pura’… esto es diferente. Esto no es un arma. Es una verdad. Y contra una verdad, Conductor, no hay defensa, solo conversión».

Miró a Der Dirigent. «Mi hermano no está allí para enjaular al milagro. Está allí para aprender su canción. Sus equipos no están desplegando supresores para contener. Están desplegando analizadores para registrar. Están midiendo su frecuencia, cartografiando su estructura armónica, entendiendo la gramática de su lenguaje divino. Y lo más importante…». Volvió a mirar el holograma, donde las fuerzas de la TS parecían estar construyendo algo en la periferia, una serie de torres de relés. «…están preparándole una vía de escape».


ZONA CERO, ROMA. LA JAULA DORADA.

«¡No funciona! ¡Repito, el campo de estasis es ineficaz!». La voz del técnico de la TS resonaba con frustración en el puesto de mando aéreo de Argent Volker. Argent observaba en su propia pantalla cómo la burbuja de energía que habían proyectado era atravesada por la luz dorada sin causarle el más mínimo efecto. Cada pieza de tecnología superior que desplegaban resultaba tan útil como un dique de arena contra un tsunami.

Estaba atrapado en el mismo juego cuyas reglas no comprendía del todo, y odiaba esa sensación. Recibía órdenes de su hermana, órdenes extrañas y contradictorias: "Establecer perímetro", "No dañar el activo", "Analizar, no contener". Sentía que era un peón en un juego mucho más grande, y esa era una posición a la que no estaba acostumbrado. Su misión se sentía menos como una operación militar y más como un elaborado ritual científico, uno cuyo propósito final se le escapaba.

Mientras tanto, en tierra, la batalla era cualquier cosa menos científica. Weber y su pequeño equipo estaban librando una guerra de guerrillas, apareciendo desde las ruinas para lanzar ataques precisos contra los relés de la TS antes de desaparecer de nuevo. Era una danza mortal de sabotaje.

Brenna, recuperada del shock inicial de su casi disolución, luchaba con una nueva cautela. La experiencia la había cambiado. El toque de esa paz absoluta la había aterrorizado más que cualquier monstruo. Le había mostrado un abismo de serenidad en el que su propia furia, la esencia de su ser, era insignificante. Ahora luchaba no con un júbilo salvaje, sino con una rabia fría y enfocada. Sabía que no podían enfrentarse a la TS de frente. Su única opción era paralizar la operación de Argent, comprar tiempo, aunque no supiera para qué.

Y en medio de todo, los cultistas. Eran la variable caótica que ninguna estrategia podía predecir. En un momento, un grupo de fanáticos de la Iglesia Antigua cargó contra la posición de Weber, creyendo que la luz dorada era la última tentación de la Sonata y que sus protectores debían ser destruidos. La escaramuza obligó al equipo de Weber a retroceder, dándole a la TS el tiempo para reparar un relé.